Apuntaciones sueltas de Inglaterra - Leandro Fernández de Moratín
Apuntaciones Sueltas de Inglaterra
Por
Leandro Fernández de Moratín
CUADERNO I
1
Encontrones por las calles. -Los ingleses que van de prisa, sabiendo que la
línea recta es la más corta, atropellan cuanto encuentran; los que van cargados
con fardos o maderos, siguen su camino, no avisan a nadie y dejan caer a
cuantos hallan por delante.
2
Los que barren las calles piden dinero a los que pasan; las mujeres que
venden bollitos o estampas, lo mismo; los granaderos de centinela en el
palacio de San James, lo mismo.
3
He visto algunas veces los carteles de las comedias puestos sobre las
piernas de vaca, en las tiendas de los carniceros.
4
En el día 5 de Noviembre se celebra el aniversario de la famosa
conjuración, cuando quisieron volar con pólvora el Parlamento: maldad
atribuida a los papistas. Algunos días antes andan los chicos pidiendo dinero
por las calles para quemar al Papa. En el día del aniversario, la gente rica se
emborracha en banquetes suntuosos; las viejas van a rezar a la iglesia (donde
se celebra con oficio particular el suceso); los muchachos y la gente del pueblo
pasean por la ciudad varias figuras de paja, perfectamente parecidas al pelele
que se mantea en Madrid el Martes gordo. Estas figuras representan, en su
opinión, al Papa; entretiénense todo el día con él, le insultan, le silban, le
escupen, le tiran lodo, le arrastran por las patas, le dan pinchazos, y al fin
muere quemado a la noche, con grande satisfacción y regocijo público.
5
En la calle Pall Mall se ve la famosa colección de pinturas poligráficas.
Pocos años ha que se halló el secreto de sacar con admirable brevedad y
semejanza muchas copias de cualquiera pintura. Se formó una compañía, que
ha adquirido muy buenos originales, y de éstos y de cualesquiera otros sacan
las copias que se les encargan, muy parecidas y muy baratas. Se ignora el
método de que se valen para ello; pero el precio a que dan las obras anuncia
desde luego la facilidad con que se hace: por setecientos reales se hallan
copias que nadie podría procurarse ni por dos mil. La citada colección está
abierta al público, pagando cinco reales por persona: se ven en ella cuadros de
mucho mérito, y al lado de los originales están las copias, para que cualquiera
pueda examinarlas.
6
Entre los ingleses no se conoce lo que llamamos Nochebuena, y se ahorran
una indigestión más al cabo del año. Sólo el primer día de Pascua es fiesta: en
este día y los inmediatos, los padres de familia regalan a sus hijos, y gratifican
a los criados y dependientes de la casa; se hace un asado de vaca y ciertos
pasteles, propios de este tiempo. No hay regalos mutuos, como en España;
pero los que se hallan en sus casas de campo envían algunos presentes a sus
amigos que están en la ciudad. Hay frecuentes convites en estos días, y se
venden y cantan por las calles coplas al nacimiento de Cristo.
7
El Príncipe de Gales se emborracha todas las noches: la borrachera no es
en Inglaterra un gran defecto, ni hay cosa más común que hallar sujetos de
distinción perdidos de vino en las casas particulares, en los cafés y en los
espectáculos. Cuando un extranjero asiste a una mesa de ingleses, pocas veces
puede escapar de la alternativa de embriagarse como los otros, o de perder la
amistad con el dueño de la casa y cuantos asisten al festín; ni ha de dejar de
beber cuando beben los otros, ni ha de beber menos de lo que beben los
demás. No hay para con ellos consideración que baste; toda repulsa en esta
materia es una ofensa formal, que no se perdona. Levantados los manteles,
vienen las botellas y empiezan los brindis; a cada brindis ha de beber cada
asistente una copa de vino. Regularmente se brinda en primer lugar por el Rey
y nuestra gloriosa Constitución; después cada cual de los concurrentes brinda
por algún sujeto de su estimación, amigo u amiga ausente, y todos beben,
repitiendo el brindis que dictó, y esto se hace con una gravedad ceremoniosa y
ridícula, que es cuanto hay que ver, y así van brindando uno después de otro,
de manera que cada convidado se ve en la precisión de beber, lo menos, tantas
copas cuantos sean los concurrentes a la comida. Luego que se ha acabado el
turno, suele repetirse una o más veces, y allí se están cuatro, seis u ocho horas
sin moverse de la mesa, sino para mear, operación que se hace en un gran
cangilón dispuesto a este fin en uno de los rincones de la sala. Debe advertirse
que apenas se empieza a beber, las señoras que han asistido a la comida se
retiran; ni ¿cómo era posible que la modestia y delicadeza de su sexo pudiera
sufrir la descompostura, la petulancia, la torpeza, que son efectos inseparables
de la embriaguez? Esta costumbre, que verdaderamente hace honor a las
mujeres de este país, caracteriza demasiado la intemperancia inglesa.
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En las comidas públicas varía el objeto de estos brindis, según es el motivo
con que se celebran; y tal vez se cantan canciones, unas veces con
acompañamiento de música instrumental, y otras sin él. Dará una idea de esto
la siguiente lista de los brindis y canciones con que se celebró en Portsmouth,
el día 18 de Enero de 93, el cumpleaños de la Reina, en una comida pública:
1. Al Rey y a nuestra gloriosa Constitución.
CANCIÓN. -Dios salve al Rey, etc.
2. A la Reina, y este día se repita con mucha felicidad.
CANCIÓN. -Larga vida a Carlota, etc.
3. Al Príncipe de Gales y familia Real.
CANCIÓN. -Dios salve al Rey, etc.
4. A la armada y ejército.
CANCIÓN. -Triunfa, ¡oh Bretaña!, etc.
5. La Iglesia y el Estado.
6. Al lord Grenville por su animosa respuesta al agente de Francia.
7. Felicidad a nuestras armas.
CANCIÓN. -¡Britanos! Pelead con esfuerzo, etc.
8. Confusión a nuestros enemigos.
9. Orden y buen Gobierno.
CANCIÓN. -¡Escuchad! La nación, etc.
10. Al autor de la última canción.
11. Libertad, prosperidad y lealtad universal.
CANCIÓN. -Dios salve al Rey.
12. Prosperidad a la Gran Bretaña e Irlanda.
13. A que nunca abandonemos la realidad por la apariencia.
14. A los constantes y firmes amigos de nuestra Constitución.
15. Hallen todas las naciones a la inglesa dispuesta siempre a defender su
Constitución.
CANCIÓN. -Levantado por la mano, etc.
16. Confusión a Tomás Payne y todas sus obras.
17. Al Conde de Chatham.
18. A Mr. Pitt.
19. Al Duque de Richmond.
20. Al lord Hood.
21. Al señor Jorge Yonge.
22. Al Conde de Pembroke.
23. A los miembros de este condado.
Etc., etc., etc.
9
Son muchos los banquetes públicos que se celebran en las tabernas de
Londres al cabo del año, dirigidos, según es el partido que asiste, o a sostener
y canonizar las disposiciones del Ministerio, o a desacreditarlas y reclamar la
observancia de la Constitución o la reforma de ella.
Asistí a una de estas juntas en la taberna de Crown and Anchor; pero antes
de referir lo ocurrido en ella, convendrá apuntar ligeramente las circunstancias
en que se celebró. Tomás Payne había compuesto, algunos meses antes, un
libro intitulado Derechos del hombre, obra de la cual naturalmente se deducía
(concediéndole los principios en que la fundó) la necesidad de alterar la
Constitución inglesa, organizar de otra manera los Parlamentos, despojar al
Rey de su autoridad, a los nobles de sus privilegios, y alterar del todo el
gobierno de este país. Publicóse este libro, y se extendió con asombrosa
rapidez por todas partes, en un tiempo en que la revolución francesa ocupaba
los ánimos. Temió el Gobierno la impresión que podrían hacer en el público
las máximas de Tomás Payne; prohibió su libro, y fulminó una causa contra el
autor (que se hallaba en Francia), como perturbador del orden y tranquilidad
pública. Fue su abogado Mr. Erskine, miembro de la Cámara de los Comunes
y uno de los del partido de la oposición; habló con grande elocuencia a favor
de su cliente; los que asistieron a oír su alegato le colmaron de elogios y
vítores, quitaron los caballos de su coche, y la gente le llevó en él hasta su
casa, con grande alborozo y alegría. A pesar de esto, la sentencia fue contraria
a Tomás Payne, y se le impuso el castigo que debía sufrir, como libelista,
tumultuario, si alguna vez se restituyese a Inglaterra. El Rey, precisado de las
circunstancias, había convocado antes de tiempo las Cámaras del Parlamento;
había mandado aproximar a la capital algunas tropas, aumentar la guarnición y
artillería de la Torre de Londres, levantar nuevos cuerpos de milicias, y
publicar una orden, por la cual todos los extranjeros que hubiesen Regado a
Inglaterra desde principios del año 92, debían presentarse a los magistrados, y
declarar su nombre, su ocupación, el motivo de su viaje, la época de su
llegada, las armas que consigo tuviesen, etc. Este decreto, que había
combatido abiertamente el partido de la oposición, irritó sobremanera a los
enemigos del Ministerio, luego que, aprobado por la mayoridad del
Parlamento, se publicó y puso en ejecución. Ni les causó indignación la
preponderancia que iba adquiriendo el Gobierno, tanto porque los Curas en las
iglesias, predicando al pueblo, le persuadían al respeto y obediencia al
Soberano y al aborrecimiento a toda innovación en el sistema del Gobierno,
como porque los particulares, reunidos en asambleas numerosas en varios
parajes de la Capital y del Reino, protestaban su amor a la Constitución y al
Rey, y su resolución constante de oponerse a cuantos intentaran esparcir
máximas contrarias a estas ideas. En tales circunstancias se anunció por los
papeles diarios una comida pública para los amigos de la libertad de la prensa,
en la citada taberna de Crown and Anchor.
Llevado de la curiosidad, asistí a esta función, tomando un billete por siete
chelines (35 reales de nuestra moneda): al entrar se entrega al portero, y éste le
rasga, dando un pedazo de él a cada uno de los que van pasando, para que por
él pueda pedir una botella al fin de la comida. Empezóse a juntar la gente en
una sala de recibimiento. Llegó Mr. Erskine que debía presidir la función, y
fue recibido con grandes palmadas y aplauso. A poco rato después se subió en
una mesa, y leyó un discurso que llevaba escrito, en que habló largamente
contra el Ministerio reprobando, ya de intento, o ya por incidencia, la
convocación extraordinaria del Parlamento, los temores artificiosamente
esparcidos por el pueblo a esfuerzos de los Ministros, para persuadirle que se
tramaban revoluciones y conjuraciones en Inglaterra, y disculpar por estos
medios las resoluciones violentas y despóticas que habían tomado, contrarias a
la libertad inglesa y a la Constitución. Habló de la falta de observancia de esta
misma Constitución en sus más principales artículos; ridiculizó, trató de
ilegales, inútiles y absurdas las Juntas de las parroquias, compuestas de nobles,
propietarios ricos e individuos del Clero, gentes que (en su opinión) sólo
existen por abusos tolerados, y que se interesan en que los abusos se
perpetúen; intentando probar, a su modo, que mientras ellos tomaban el
nombre de la nación inglesa, el pueblo, que verdaderamente constituye la
nación, o la mayor y mejor parte de ella, gemía oprimido bajo el yugo más
intolerable.
Habló de la necesidad urgente de oponer un remedio a tantos males, y fijó
su atención en la libertad de la prensa, que ya los Ministros habían intentado
oprimir, tanto con la causa fulminada contra Tomás Payne, como por las
persecuciones que diariamente seguían suscitando a otros muchos, que habían
manifestado sus ideas acerca de la inobservancia de la Constitución y del
abuso que los Ministros hacían de la autoridad, que se les confiaba para fines
más justos. Concluyó, pues, diciendo que el medio más vigoroso de contener
el despotismo consistía en instruir al pueblo sobre sus verdaderos intereses;
que esto no se lograba sin la circulación de opiniones; y que éstas no podían
manifestarse sino por medio de la prensa, cuyo uso libre e independiente del
Gobierno era absolutamente necesario para la corrección de tantos abusos,
para sostener la libertad inglesa, ya vacilante, y apresurar con la instrucción
pública la prosperidad de la nación.
Este discurso fue muchas veces interrumpido con aplausos, y por
aclamación se decretó la impresión de él. Mr. Sheridan subió después a la
mesa, y en una pequeña arenga que hizo apoyó las opiniones de su amigo,
aplaudió su celo y sus luces, y dijo que si algún defecto podía notarse en el
discurso que acababa de leer, era sólo el de estar escrito con demasiada
moderación. Después subió Mr. Courtenay, y dijo, poco más o menos, lo
mismo. Todos tuvieron mucho aplauso de los concurrentes.
Llegó la hora de comer, y a costa de empujones crueles y a peligro de
morir sofocado entre la multitud de gente que se precipitaba a tomar asiento,
logré entrar en la sala. Era muy espaciosa, y tanto, que pudieron acomodarse
hasta unas cuatrocientas personas, de más de ochocientas que concurrieron
aquel día, colocándose los restantes en otras piezas inmediatas, donde había
mesas prevenidas para cuantos fuesen. El gran salón donde yo comí estaba
adornado con pilastras y estatuas, gran bóveda elíptica en medio, dos grandes
chimeneas de mármol, e iluminado con cinco arañas, de las cuales la que
ocupaba el centro era exquisita. Había dispuestas a lo largo cinco mesas, y otra
que atravesaba en el testero, donde se colocó el Presidente, e inmediatos a él
algunos de sus amigos. Se cubrieron las mesas una sola vez; pero con tal
abundancia, que todos comieron bien, y sobró mucho todavía. Acabada la
comida, empezaron los brindis: volvió a hablar el Presidente, y después, en
varias ocasiones, Sheridan, Grey, Byng, Rous y otros, amplificando e
ilustrando los puntos de que se hizo mención en el extracto del discurso de
Erskine; y entre los brindis cantaron sin acompañamiento de música dos de los
miembros de la junta, unas canciones alusivas al asunto del día, las cuales
fueron aplaudidas con entusiasmo, repitiendo el concurso el estribillo con que
finalizaba cada estrofa.
Los principales brindis fueron éstos:
1.º A la libertad de la prensa, y su más ilustre abogado, Mr. Erskine.
2.º A los derechos del hombre, y Mr. Fox.
3.º A la plena y libre representación del pueblo en el Parlamento, y Mr.
Grey.
4.º A Mr. Sheridan, el firme opositor a las leyes de impuestos.
5.º A los cincuenta y dos miembros de la Cámara de los Comunes, que no
han abandonado la causa del pueblo.
6.º Al patriota por herencia, Mr. Bing.
El modo con que se hacían los brindis me pareció notable. El que proponía,
ya fuese el Presidente, o ya cualquiera otro de los que hablaron, motivaba el
brindis con un pequeño discurso; a cada período y a su conclusión había un
aplauso general. Llenábanse las copas, se ponían todos en pie, repetía el
Presidente la fórmula del brindis, y levantando las copas en alto y haciendo
varias veces con el brazo un movimiento semicircular, decían hasta cuatro o
cinco veces urré, urré, urré (que equivale a viva, viva, viva), alargando la
última sílaba al concluir, seguía después un gran palmoteo, y bebían. Los que
se hallaban a gran distancia del Presidente, se ponían de pie sobre las mesas
para perorar. Uno de ellos, Mr. Took, muy conocido en Londres por las
persecuciones que en otro tiempo le suscitaron los ministros, a causa de haber
escrito no sé qué obra contra el Gobierno, habló con grande aceptación del
concurso, e hizo proposiciones que fueron generalmente bien recibidas; pero
disponiéndose a hablar por tercera vez contra el Presidente y Mr. Sheridan,
cuyas opiniones había combatido o rectificado en parte, comenzó a disgustarse
el auditorio, y por todas partes le gritaban que se bajase de la mesa. Algunos,
que tenían ya en el cuerpo más vino del que era necesario para hacer una
buena digestión, quisieron subir adonde él estaba, o para declamar contra él, o
para hacerle sentar por fuerza; amontonáronse unos sobre otros, empezaron
una docena de ellos a darse de cachetes; y como las mesas no fuesen teatro
dispuesto para tal pelea, se desvencijaron, cayendo al suelo con grande
estrépito (entre los platos, vasos, jarros y botellas rotas) el orador y los
combatientes. Esto causó gran desorden en la sala; precipitáronse unos y otros
a salir de ella; el Presidente daba gritos, queriendo restablecer la tranquilidad;
pero en medio de la confusión, atropellamiento y vocería que se excitó, era
imposible ser escuchado ni obedecido. En fin, al cabo de un rato, habiéndose
salido muchos de los asistentes, y recogidas con gran diligencia por los criados
las tristes reliquias del combate, se prosiguió con bastante serenidad la junta, y
en ella quedó acordado que se repitiese dentro de cuatro semanas.
Y que se formase una subscripción para socorrer a los escritores a quienes
el Ministro persiguiese por imprimir obras dirigidas a la instrucción pública y
dar a conocer al pueblo inglés sus verdaderos intereses y sus derechos.
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Hay además en Inglaterra, y especialmente en Londres, varias sociedades
que llaman clubs, que celebran sus juntas y comidas en días fijos y
determinados, tal vez semanalmente, y tal vez con menos frecuencia. Unas se
componen de sujetos de una misma profesión, comerciantes, abogados,
literatos, artífices, etc., y otras de gentes acomodadas, que se reúnen para
hacer prosperar uno u otro ramo o establecimiento. La comida se paga a
escote, y después de ella se leen o pronuncian discursos, se disputan los puntos
en cuestión, se vota y resuelve lo conveniente al objeto de su instituto. Otras
hay que celebran sus juntas sin comida, y sólo tienen una en algún día
señalado. Lo cierto es que a estas incorporaciones (que podrían en cierto modo
compararse a nuestras sociedades económicas) debe la Inglaterra una gran
parte de su prosperidad. Ellas son las que, reuniendo el propio interés, el celo
patriótico, la ilustración y la riqueza, proporcionan a la agricultura, a las artes,
a la industria y al comercio nacional todas las ventajas posibles. Desde las
fábricas a los hospitales, desde el cultivo de los árboles a los primores más
delicados de las artes de lujo, todo recibe los efectos de su influencia.
Cualquiera descubrimiento, cualquiera noticia útil a estos objetos, halla un
premio seguro en tales incorporaciones. Pero no entra en ellas todo el que
quiere entrar, no son admitidos sus individuos por un precio infame, sino por
elección; no se incorporan en ellas para pedantear, hacer vana y ridícula
ostentación de un celo aparente, y adquirir por tales medios el favor de la
Corte, para obtener empleos, a que no podrían aspirar si la ignorancia se
acompañara siempre de la modestia. Estos cuerpos, en fin, no se entrometen
en tejer cintas, ni en hacer máquinas, ni en plantar árboles, ni en arar la tierra,
ni en dirigir manufacturas; pero estimulan, ilustran y favorecen con sus luces y
sus auxilios a los que deben hacerlo. Sus proyectos no se aplauden y se
archivan; se ejecutan por medio de suscripciones cuantiosas, que los facilitan;
la mente que discurre, el dinero que proporciona los medios, y el celo y
actividad que llevan al fin las empresas más difíciles, todo está unido, y así
resultan efectos tan admirables. Si se hace extraño lo poco que han hecho
nuestras sociedades, después de tanto bueno como se ha dicho en ellas (a pesar
de mil impertinencias inevitables), y después de tantos años como llevan de
fundación, mayor maravilla deberá causar a cualquiera que las coteje con estas
incorporaciones tan comunes en Inglaterra; siendo de advertir que ellas lo
hacen todo, que el Gobierno no las da un cuarto, y que el único favor que le
deben, es el de permitirlas.
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Lista de los trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan en Inglaterra
para servir el té a dos convidados en cualquiera casa decente.
1. Una chimenea con lumbre.
2. Una mesa pequeña para poner el jarrón del agua caliente.
3. Una mesa grande, donde está la bandeja con las tazas y demás
utensilios.
4. Un jarrón con agua caliente.
5. Un cajoncillo para tener el té.
6. Una cuchara mediana para sacarlo.
7. Una tetera, donde se echa el té y el agua caliente.
8. Un jarrillo con leche.
9. Una taza grande con azúcar.
10. Unas pinzas para cogerla.
11. Unas parrillas.
12. Un plato para la manteca.
13. Otro plato para las rebanadas de pan con manteca, que se ponen a
calentar sobre las parrillas.
14. Un cuchillo para partir el pan y extender la manteca.
15. Un tenedor muy largo para retostar las rebanadas antes de poner la
manteca.
16. Un cuenco para verter el agua con que se enjuagan las tazas cada vez
que se renueva en ellas el té.
17. Dos platillos.
18. Dos tazas.
19. Dos cucharitas.
20. Una gran bandeja en la mesa grande, para todos estos trastos.
21. Otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las
rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes.
Todo esto es necesario para servir dos tazas de té con leche. Si es más libre
el hombre que menos auxilios extraños necesita para el cumplimiento de sus
deseos, las gentes cultas ¡qué lejos están de conocer la libertad! ¡Cuántas
manos trabajan para que el cortesano sorba un poco de agua caliente! ¡Qué
necesidades ficticias le rodean! ¡Cómo gime el infeliz bajo la pesada cadena
que le doran las artes!
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Está bien la descripción que hace Ponz, en su Viaje fuera de España, tomo
II, carta primera, de la iglesia catedral de San Pablo: creo muy bien que será
harto inferior este edificio a San Pedro de Roma, y aún creo más. La iglesia
del Escorial es más grande, a mi parecer (y esto se entienda comparando sólo
una iglesia con otra), puesto que si se cuenta toda la fábrica de San Lorenzo el
Real, hay que hacer tres iglesias como la de San Pablo. Es, sin embargo, cosa
magnífica: la cúpula me pareció majestuosa y elegante; los ornatos exteriores
muy bien hechos; la estatua de la Reina Ana sobre un pedestal, delante del
frontispicio, cosa mezquina y de poco mérito. Lo interior es correspondiente a
la gran mole de este edificio, si bien se pierde a la vista una gran parte de la
longitud de la nave principal por el atajadizo que forma el coro. Entre los
adornos interiores hallé algunos de muy mal gusto, pesados, inútiles y
ridículos; la sillería del coro me pareció igualmente de corto mérito, y me
atrevo a decir lo mismo de las pinturas de la cúpula. Dando una voz en medio
de la iglesia, se repite el eco dos veces, y cerrando de golpe una puerta que
sale a la barandilla de la media naranja, produce el mismo ruido que un
cañonazo. Nada de esto es admirable, atendida la construcción de un edificio
tan vasto, y más que todo, su desnudez: como la religión anglicana no
sacrifica, ni da culto a las imágenes, sus templos están desnudos, y más que
todos ellos, el de San Pablo, donde no se ve ni un cuadro, ni una efigie, ni un
altar, ni un banco siquiera: así es que exceptuando la sillería del coro y el
órgano, todo lo demás está como salió de las manos del arquitecto. Parece un
edificio desalquilado, donde faltan los muebles, los adornos y el dueño que le
ha de habitar. Se enseña una escalera redonda, toda de piedra, sostenida sólo
por la pared a que está unida y la parte interior del círculo que forma, sin
apoyo alguno. Se enseña también una librería, donde no hallé cosa particular,
pues aunque podrá haber en ella libros muy buenos, éstos no entran en la lista
de lo que es visible, y apenas da lugar el charlatán conductor para leer algunos
títulos por el forro.
Para ver un modelo, muy estropeado, que está a la parte alta de la iglesia,
se atraviesan unos pasillos cubiertos, con vigas y tablas como cualquier
guardillón; para llegar a la linterna se sube una multitud de escaleras de
madera, y se ve toda la armazón de la cúpula, que es de madera también, lo
cual rebaja mucho la grande idea que da lo exterior del edificio, y se echan de
menos las piedras y bóvedas del Escorial. Después de subir media hora por
estos desvanes tenebrosos (que no son otra cosa que desvanes), se sale a la
barandilla exterior de la linterna. Para llegar a conocer la extensión de esta
inmensa capital, es necesario verla desde allí: a una parte se descubre el río,
que la divide del arrabal de Southwark, con los tres puentes magníficos que la
atraviesan; la multitud de navíos que cruzan por él o están anclados a sus
orillas; una campiña hermosa y dilatada, llena de poblaciones y cultivada
como un jardín; y a la otra parte se ve la ciudad de Londres, unida a la de
Westminster, donde se observa la anchura y rectitud de sus calles, la
proporción y uniformidad de sus casas, las torres de sus iglesias, todas
modernas y de piedra, que descuellan entre la confusa multitud de los demás
edificios. Ni es menos de notar el humo que sale de tantas chimeneas, el cual
forma una nube espesa, que cubre la mitad del horizonte, y oculta una gran
parte de la ciudad: accidente que contribuye a dar una idea mayor de su
grandeza.
Una observación que hice después de esto, me hizo olvidar todas las otras.
Las piedras de que se ha formado este grande edificio se componen de arena y
despojos marinos: el choque de los elementos, que ha alterado ya en muchas
partes la superficie que las dio el cincel, ha descubierto una multitud de
conchas confusamente unidas, y entre ellas se ven algunas, cuasi enteras, de
las ostras que comúnmente se venden por las calles de Londres. Así es que con
los animales y plantas marinas se ha podido edificar la iglesia de San Pablo.
¡Qué mudanza tan maravillosa! Pero esta gran mole volverá al mar, de donde
salió, con el transcurso de los siglos; la soberbia ciudad que está a sus pies,
centro de la opulencia, de la industria, de las artes, de la sabiduría y de los
vicios, desaparecerá igualmente; y el nombre del caballero Wren, arquitecto de
este templo magnífico, quedará altamente borrado en la memoria de los
hombres. ¡Qué pequeños somos! Nada es grande, nada es durable sino Dios.
13
El día 30 de Enero, aniversario de la muerte del Rey Carlos I, degollado en
Londres, hay ayuno general en Inglaterra; la iglesia anglicana tiene rezo
propio para este día; se predica en las iglesias sobre la muerte de este príncipe,
que llaman bienaventurado y mártir; la Cámara de los Lores asiste al oficio y
sermón en la iglesia de Westminster, y la de los Comunes en la de Santa
Margarita, por lo menos así fue en el año de 93. En las lecciones de este día se
dice: «Señor nuestro, Padre celestial, que no nos has castigado como nuestros
pecados merecían, pero en medio de tu juicio te has acordado de tu
misericordia: nosotros reconocemos por especial favor tuyo que aunque, por
nuestras muchas y grandes provocaciones, permitiste a tu ungido, bendito Rey
Carlos I, caer en este día en las manos de violentos y sedientos de sangre, y ser
muerto bárbaramente por ellos; con todo eso, tú no nos abandonaste para
siempre, como ovejas sin pastor, sino que con tu piadosa providencia
preservaste milagrosamente al no dudoso heredero de sus coronas, nuestro
entonces Rey Carlos II, encubriéndole de sus sangrientos enemigos bajo la
sombra de tus alas, hasta que la tiranía pasó, y le volviste en tiempo oportuno,
para que se sentase sobre el trono de su padre; y juntamente con la Real
familia, nos restituiste nuestro antiguo gobierno en la Iglesia y en el Estado.
Por estas tus grandes e inefables misericordias, nosotros te rendimos humildes
gracias de lo más íntimo de nuestros corazones, etc., etc.»
14
En la calle llamada Strand había una casa donde por dos chelines (diez
reales) se enseñaba gran porción de animales de varias especies: carneros,
tigres, papagayos, hienas, panteras, guacamayos, lobos, monos, micos, una
cebra, un canguro, un rinoceronte, etc.
Había también un carnero con cuatro cuernos magníficos, y una vaca con
dos cabezas, la una de ellas colgando al lado derecho del pescuezo (algo más
pequeña que la otra), que apenas daba señas de sensibilidad y movimiento.
El canguro es un animal nuevamente descubierto. Líbreme Dios de querer
hacer una descripción facultativa de él: non nostrum. Diré solamente que es
poco más o menos del tamaño, pelo y color tostado de una cabra; la cabeza
bastante parecida a la de un conejo, particularmente en las orejas; las piernas
de atrás muy largas, y las de adelante sumamente cortas, de manera que
camina en dos pies o a saltos, ayudándose con las manos cuando lo necesita;
tiene la cola larga y peluda. Es animal pacífico y de buenas costumbres.
El rinoceronte que yo vi tenía cuatro años, según aseguró el charlatán.
Sería poco mayor que un buey, de un color obscuro, parecido al elefante; no
tiene pelo ni conchas, como algunos creen, sino una especie de costra
durísima, capaz de hacer rebotar un balazo, con unos pliegues encima de los
encuentros y juego de brazos y piernas, que forman aquellas divisiones que se
ven en las estampas de este animal. Debajo de estos pliegues tiene un pellejo
muy delicado y flexible, por cuyo medio puede andar y moverse hacia donde
quiere; que de otro modo no podría; tiene hendidas las pezuñas, y sus armas
consisten en un solo cuerno, que le nace encima de las narices. Como el
rinoceronte que yo vi era jovencillo todavía, apenas tenía tres dedos de cuerno
sobre el pellejo; pero enseñaban allí mismo un cuerno que decían ser (y lo
parecía) de otro rinoceronte más provecto, de unas dos cuartas y media de
longitud: por donde, hecho un cálculo prudencial, se puede inferir que cuando
el rinoceronte llegue a su natural estatura, no será menor que el elefante.
Era infernal la música que resultaba del bufar de los tigres y panteras, el
graznar de los guacamayos y el chillar de los micos, mezclado con el son de
las cadenas y las disertaciones descriptivas anglo-sajonas del rector de aquel
colegio. Pero todo se podía tolerar por ver la inquietud y travesura de los
monos y micos, que aunque presos y en tierra extraña, no dejaban por eso de
entretenerse, dando saltos y vueltas, retozando unos con otros, espulgándose
recíprocamente y haciendo gestos: no he visto en mi vida tinelo de pajecillos
más vivarachos y enredadores.
15
En Inglaterra hay absoluta libertad de religión: en obedeciendo a las leyes
civiles, cada cual puede seguir la creencia que guste, y sólo se llama infiel
aquel que no cumple sus contratos. No ha muchos años que un lord se hizo
turco, se fue a Constantinopla, estableció un bonito serrallo, y vivió como un
verdadero musulmán hasta que el Profeta le llamó a gozar del prometido
paraíso. El célebre lord Jorge Gordon, sentenciado a cinco años de prisión por
revoltoso y tumultuario, se ha hecho judío en la cárcel, ha sufrido la
circuncisión, se ha dejado crecer la barba, y hoy día se llama Abraham.
Nadie se ha metido con él, y espera en paz el Mesías, anunciado por los
profetas.
La religión dominante es la anglicana, que consta de treinta y nueve
artículos: unos conformes en un todo a la nuestra, otros no. Para dar una idea
más precisa de esto, copiaré los títulos de todos, y el texto de aquellos
solamente en que se halla alguna diferencia respecto de la doctrina católica, o
que son opuestos a ella.
«1. De fe en la Santísima Trinidad.
2. Del Hijo de Dios, que fue hecho verdadero hombre.
3. De la bajada de Jesucristo a los infiernos.
4. De la resurrección de Cristo.
5. Del Espíritu Santo.
6. De la suficiencia de las Escrituras Santas para la salvación. La Escritura
Santa contiene todas las cosas necesarias a la salvación; y así cualquiera cosa
que no es leída en ella, no es probada con ella, ni debe ser requerida ni juzgada
precisa para la salvación. En el nombre de Escritura Santa entendemos
aquellos libros canónicos del Viejo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad
nunca hubo duda alguna en la Iglesia, etc.
7. Del Viejo Testamento.
8. De los tres cerdos.
9. Del pecado original.
10. Del libre albedrío.
11. De la justificación del hombre.
12. De las buenas obras.
13. De obras antes de la justificación.
14. De obras de supererogación.
15. De Cristo solo sin pecado.
16. Del pecado después del bautismo.
17. De la predestinación y elección.
18. De obtener eterna salvación solamente por Jesucristo.
19. De la Iglesia. Como la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han
errado, así también ha errado la Iglesia de Roma, no solamente en su vivir y
manera de ceremonias, sino también en materias de fe, etc.
20. De la autoridad de la Iglesia.
21. De la autoridad de los concilios generales. Los concilios no deben ser
congregados sin el mandato y autoridad de los Príncipes. Y cuando son
congregados (porque son junta de hombres, en donde todos no son gobernados
por el espíritu y palabra de Dios), pueden errar, y alguna vez han errado de
cierto, en cosas pertenecientes a Dios. Por lo cual, las cosas ordenadas por
ellos como necesarias a la salvación, no tienen fuerza ni autoridad hasta que
sea declarado que son tomadas de la Santa Escritura.
22. Del Purgatorio. La doctrina romana concerniente al Purgatorio,
perdones, dignidad y adoración, así de imágines como de reliquias, y
asimismo invocaciones de santos, es cosa fútil y vanamente inventada, y no
fundada sobre testimonios de la Escritura, o por mejor decir, repugnante a la
palabra de Dios.
23. De ministrar en la Congregación.
24. De hablar en la Congregación en la lengua que entienda el pueblo. Es
cosa repugnante a la palabra de Dios, y a la costumbre de la primitiva Iglesia,
tener oración pública en la iglesia, o administrar los sacramentos, en lengua no
entendida del pueblo.
25. De los sacramentos. Dos sacramentos son ordenados por Cristo,
Nuestro Señor, en el Evangelio, a saber: el Bautismo y la Cena del Señor,
aquellos cinco, llamados comúnmente sacramentos, es a saber: Confirmación,
Penitencia, Orden, Matrimonio y Unción; no deben ser contados por
sacramentos del Evangelio, habiendo emanado en parte de la corrompida
imitación de los Apóstoles, y siendo en parte estados de vida santificados en
las Escrituras. Pero no obstante, no tienen semejante naturaleza de
sacramentos, como el Bautismo y Cena del Señor, porque no tienen ningún
signo visible o ceremonia ordenada por Dios. Los sacramentos no fueron
instituidos por Cristo para ser mirados ni llevados en procesión, sino para que
usáramos de ellos debidamente.
26. De que la dignidad de los Ministros no impide el efecto de los
sacramentos.
27. Del bautismo.
28. De la Cena del Señor. 'La transubstanciación o mutación de las
sustancias de pan y vino en la Cena del Señor no puede ser probada con
Escrituras Santas; antes bien es repugnate a las palabras expresas de la
Escritura, destruye la naturaleza del sacramento, y ha dado lugar a muchas
supersticiones. El cuerpo de Cristo es dado, tomado y comido en la Cena,
solamente según un modelo celestial y espíritu. El sacramento de la Cena no
fue por institución de Cristo reservado, llevado en procesión, elevado ni
adorado'.
29. De los inicuos que no comen el cuerpo de Cristo en la Cena del Señor.
30. De ambas especies. La copa del Señor no debe ser negada al pueblo
lego, porque ambas partes del sacramento del Señor, por institución y mandato
de Cristo, deben ser administradas a todos los hombres cristianos igualmente.
31. De la oblación de Cristo, fenecida sobre la cruz. 'La ofrenda de Cristo,
una vez hecha, es perfecta redención, propiación y satisfacción por todos los
pecados del mundo, original y actual, y no hay ninguna otra satisfacción por
pecado, sino esta sola. Por la cual los sacrificios de misas, en los cuales se dice
que el sacerdote ofrecía a Cristo por vivos y muertos, para obtener remisión de
pena o reato, eran fábulas, blasfemias y engaños peligrosos.'
32. Del matrimonio de los sacerdotes. 'No se manda por ley de Dios a los
Obispos, Presbíteros o Diáconos el prometer estado de celibato, o abstenerse
del matrimonio. Por tanto, es lícito a ellos, y a todos los cristianos, casarse a su
voluntad, según lo juzguen más conveniente a su conciencia'.
33. De cómo se debe evitar a las personas excomulgadas.
34. De las traiciones de la Iglesia.
35. De las homilías. 'El segundo libro de Homilías, cuyos títulos hemos
juntado a continuación de este artículo, contiene piadosa y saludable doctrina,
necesaria para estos tiempos, como también el primer libro de Homilías, que
fueron dadas a luz en el tiempo de Eduardo VI, y por tanto juzgamos deben ser
leídas en las iglesias por los Ministros clara y distintamente, para que sean
entendidas del pueblo'.
Los títulos de las Homilías son: 1.º del recto uso de la Iglesia. 2.º del
peligro de la idolatría. 3.º de la reparación, guarda y limpieza de las iglesias.
4.º de las buenas obras; primero el ayuno. 5.º contra la glotonería y borrachera.
6.º contra el exceso de aparato. 7.º de la oración. 8.º del lugar y tiempo de la
oración. 9.º que las oraciones y sacramentos deben ser administrados en
lengua conocida. 10.º, de la reverente estimación de la palabra de Dios. 11.º de
hacer limosnas. 12.º, de la Natividad de Cristo. 13.º, de la Pasión de Cristo.
14.º, de la Resurrección de Cristo. 15.º, de la digna recepción del Sacramento
del Cuerpo y Sangre de Cristo. 16.º, de los dones del Espíritu Santo. 17.º, para
los días de regación. 18.º, del estado del matrimonio. 19.º, del arrepentimiento.
20.º, contra la ociosidad. 21.º, contra la rebelión.
36. De la consagración de Obispos y Ministros. El libro de la Consagración
de Obispos y ordenación de Presbíteros y Diáconos, dado a luz en el tiempo de
Eduardo VI, y confirmado por autoridad del Parlamento, contiene todas las
cosas necesarias a la tal consagración y ordenación, ni contiene nada que sea
supersticioso o impío. Y por tanto, los que sean consagrados u ordenados
según los ritos de aquel libro, desde el segundo año del citado Rey Eduardo
hasta ahora, o después sean consagrados y ordenados según ellos, decretamos
ser todos los tales, recta, arreglada y lícitamente consagrados y ordenados.
37. De los Magistrados. 'La majestad de la Reina tiene el principal poder
en este Reino de Inglaterra y sus demás dominios, y a ella pertenece el
principal gobierno de todos los estados de este Reino, ya sean eclesiásticos, o
ya civiles, en todas las causas, y no está ni debe estar sujeta a ninguna
jurisdicción forastera... por la prerrogativa que vemos haber sido dada en todos
tiempos a los piadosos Príncipes, según las Escrituras Santas, por el mismo
Dios, de gobernar todos los estados y clases encomendadas a ellos, así
eclesiásticos como temporales, y de castigar con el cuchillo civil a los
contumaces y malvados. El Obispo de Roma no tiene jurisdicción en este
Reino de Inglaterra', etc.
38. De que los bienes de los cristianos no son comunes.
39. Del juramento del cristiano.»
16
Los pies de las inglesas son de enorme magnitud; y tan lejos está éste de
ser un defecto en las damas, que las que no los tienen de forma tan gigantesca
están expuestas a la censura pública. Cuando vino de Prusia a casarse a
Londres la que hoy es Duquesa de York, observó la Corte, con mucho
sentimiento, que tenía los pies chicos; se habló en los papeles periódicos de
esta notable falta, y se hizo mucha burla en coplas y caricaturas, que salieron
entonces, de la pequeñez intolerable de su pie. Y ¡nos admiramos que en el
Senegal y en Congo se llamen feas las aguileñas, y que se queden para tías las
que no son más negras que el hollín! Lo que es hermoso a los ojos de un
hotentote, podrá ser horrible a los de un lapón; un persa y un apache seguirán
opinión distinta en puntos de belleza física; disputarán eternamente sin
entenderse, y todos tendrán razón. Las ideas de proporción y hermosura en las
formas tienen su tipo original en la naturaleza; y como ésta es capaz de una
variedad increíble en los diferentes climas y países del mundo, necesariamente
deberán ser opuestas las opiniones de los hombres acerca de ellas. Pero
volvamos a los pies de las inglesas.
Las mujeres de este país no reciben una educación tan atada y monjuna
como las nuestras; se crían con más libertad y holgura; saltan y corren, y así se
forman y robustecen cuanto es necesario, según las facultades y el
temperamento físico de cada una. No teniendo en su niñez aprisionados los
miembros, ni angustiado el ánimo, se hacen altas, fornidas y bien dispuestas, y
el pie, en su crecimiento, participa, como las demás partes del cuerpo, de los
privilegios de esta libertad. Así vemos entre nosotros que las marmóreas
vizcaínas, que pasan su vida en el campo, subiendo y bajando, descalzas de pie
y pierna, por la aspereza de sus peñascos, tienen los pies más grandes que las
señoritas tísicas de Madrid, muy recogiditas y muy cachondas que bajan al
Prado rezumándose los domingos delante de mamá, y se vuelven a toda prisa
con sus piececitos invisibles, antes que anochezca, para que no las acorche el
sereno. Los pies de las españolas parecen más pequeños todavía de lo que son,
por la estrechez de los zapatos, donde están los dedos unos sobre otros, en
continuo martirio; a que se añade la posición violenta que dan los tacones,
haciendo doblar el pie por el nacimiento de los dedos y levantándole de talón,
todo lo cual le da un escorzo que en la apariencia le amenora. Las inglesas ni
calzan ajustado ni gastan tacón.
17
Estado progresivo de la deuda nacional desde su principio, en el reinado de
Guillermo III, hasta hoy. Sacado del Correo de Londres de 21 de Setiembre de
1792.
En el reinado de Guillermo III la deuda era 000,000.
En el actual llega ya a 270.000,000 de libras esterlinas.
En el reinado de Guillermo III se contaban en Inglaterra y el principado de
Gales un millón y trescientas mil casas, de las cuales, quinientas y cincuenta
mil tenían chimeneas; lo cual consta por la tasa sobre las chimeneas del Reino.
En el actual reinado, el número de casas se ha reducido a novecientas
ochenta y seis mil, de las cuales, las trescientas treinta mil son chozas, como
se manifiesta por las listas de imposición sobre las casas.
Resulta, pues, que desde el reinado de Guillermo III al presente hay de
menos doscientas veinte mil chozas, y noventa y cuatro mil casas, lo cual
produce una disminución de población, que está regulada en un millón y
quinientos mil habitantes en esta parte de la Gran Bretaña. Sin embargo, la
deuda nacional es de doscientos setenta millones de libras esterlinas.
18
Los cueros son muy escasos en Inglaterra; pero no debe causar admiración,
si se considera la inmensa cantidad de reses que se han exportado de esta isla:
en el año último de 1791 salieron de sus puertos más de cuarenta mil cabezas
de ganado. Este Reino ha exportado igualmente en dicho año tres millones y
cuatrocientas mil varas de lienzos de varias calidades. (Correo de Londres de
28 de Setiembre de 1792.)
Por un decreto de navegación británica se manda que ninguna producción
extranjera será llevada a Inglaterra sino directamente y en bastimentos
ingleses, o pertenecientes a los individuos del país de donde sea la producción:
un bastimento no se llama inglés sino en cuanto sea de construcción y
propiedad inglesa. Este decreto fue promulgado en 1651; el porte de los
buques ingleses no excedía entonces de noventa y seis mil toneladas. En 1775
entraron en los puertos de Inglaterra nueve mil doscientos cuarenta y siete
buques, que medían novecientos cuarenta y tres mil toneladas; y en el mismo
año salieron nueve mil setecientos diez y nueve, midiendo ochocientas
ochenta y ocho mil. En 1790 el número de buques que entraron fue de doce
mil doscientos noventa y cuatro, midiendo un millón cuatrocientas cuarenta y
dos mil toneladas, y salieron doce mil setecientos sesenta y dos, que medían
un millón cuatrocientas veinticuatro mil novecientas doce.
En 1792 el número de buques que pasaron el Sund fue de doce mil ciento
catorce, de los cuales, cuatro mil trescientos cuarenta y nueve eran ingleses.
El comercio inglés se funda sobre las leyes; adoptando la misma
legislación, las demás potencias adquirirían su fuerza natural. La corona de
Jorge III se sostiene por las aduanas, y el acta de la navegación le da el señorío
del mar. (Observaciones de Ducher sobre el acto de navegación, insertas en el
Monitor del día 12 de Febrero de 1793.)
19
El pecado mortal de los ingleses, el que cubre toda la nación y hace
fastidiosos a sus individuos, es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que
no se les puede tolerar. ¿Se habla de religión? Todas las demás naciones son
fatuas, supersticiosas y fanáticas en sus principios y prácticas religiosas. No
obstante, sin contar las varias sectas de presbiterianos, independientes,
anabaptistas, metodistas, socinianos, hugonotes, calvinistas, quakers, judíos y
otras que se componen de ingleses, como fácilmente puede inferirse, y
constituyen una gran parte de la nación, llenas de ilusiones y extravagancias,
la dominante anglicana, ni carece de intolerables abusos con respecto al orden
político; ni en cuanto a la creencia, de supersticiones y prácticas ridículas, ni
es menos apta a inspirar todos los furores del fanatismo que la más intolerante
y rígida. Esto se ha visto muchas veces, y se repetirá de tiempo en tiempo, a
causa de la disposición que ofrece la bestial ignorancia del populacho al
interés o al celo fanático de los que le agitan y conducen. ¿Se trata de
Gobierno? Ninguno hay mejor que el suyo: su gloriosa constitución es la
mejor de las constituciones posibles no obstante de la División, poco filosófica
a la verdad, de Nobleza, Clero y Plebe, no obstante el privilegio hereditario de
representación en la Cámara concedido a los Nobles porque son nobles, y el
que adquiere la alta clerecía en razón de sus dignidades; no obstante la lucha
continua y funesta a la felicidad pública, entre las facultades de que goza el
soberano y las restricciones con que han querido en vano impedir el abuso de
ellas. Las leyes le quieren justo y le hacen dueño de los ejércitos y las
escuadras; las leyes le niegan la facultad de disponer de la riqueza material y
le dejan arbitrio de las operaciones del gabinete, de hacer alianzas, ajustar
tratados, declarar la guerra cuando quiera y conducir a la nación a su ruina si
le resiste o al estado de monarquía absoluta si le complace. Las leyes, en fin,
han querido que el rey de Inglaterra no sea un déspota; pero le han puesto en
las manos los medios de serlo, cuando menos lo parece, ya por la autoridad
irresistible que ejerce en la nominación de los más importantes cargos y
dignidades, ya por la fuerza militar de mar y tierra que administra, y ya por la
facilidad con que puede seducir y corromper a los representantes de la nación.
Sin embargo, sería menor el mal si esta gloriosa constitución, tal cual es, se
observase rigurosamente, pero no sucede así: todo se ha reducido a formar
ranas, el texto de las leyes y su ejecución son tan discordes, que sólo una
obstinación ridícula se atreverá a negarlo. Los ministros lo hacen todo, y el
célebre espantajo del partido de la oposición (que nunca pasa de la quinta
parte del número de votantes en ambas Cámaras) sirve sólo a llenar los
papeles públicos de oraciones patrióticas muy bien declamadas y muy inútiles,
y de hacer creer a los ignorantes que se sostienen como es debido los intereses
de la nación y que si las cosas no van de otro modo consiste en que no pueden
ir mejor. Ni ¿cómo un inglés confesaría que la forma de su gobierno puede
enmendarse, y que no es el más perfecto que existe sobre la tierra? Esto no lo
sufre su vanidad. Los he visto mil veces confundidos a vista de las poderosas
razones con que se les pueden probar los defectos de su decantada
constitución, o los abusos introducidos en su práctica; pero jamás he visto con
que convengan de buena fe en ninguno de los puntos sobre que con tanta razón
se les arguye.
Es de inferir que en todas materias serán consecuentes. Su ejército, su
marina, son invencibles; Inglaterra es inatacable: si tienen alianza con otro
reino, es para protegerle; si le declaran la guerra, es para destruirle: las demás
naciones son miserables y pobres y tontas, si se comparan con la suya; sus
literatos los primeros del mundo; su Shakespeare el ingenio más divino que ha
existido jamás; y por consiguiente, el teatro inglés (a pesar de tantas
extravagancias y delirios como en él se sufren), comparable, si no superior, a
todos los demás, antiguos y modernos.
¡Pobre del extranjero que antes de llegar a Londres no haya aprendido el
ejercicio de las ceremonias y modales ingleses! Si no se peina como ellos, si
no toma el té como ellos, si no va vestido como ellos, si no come y bebe como
ellos, es hombre perdido: antes de oírle una palabra, se le graduará de
extranjero, que es decir, un bestia sin educación. Esta dulce satisfacción de que
nada hay bueno sino en Inglaterra les hace mirar todo lo que no es inglés con
una caritativa compasión, que aturde; les hace decir tan clásicos disparates
acerca de las otras naciones, y atreverse a preguntas tan necias y
extravagantes, que no hay extranjero que pueda contener la risa al oírlas.
Este ignorante orgullo, acompañado de las costumbres feroces que aún
conservan, les da un aire de rusticidad, que ofende a la vista. Cualquiera que
haya asistido a los espectáculos donde se reúne la juventud más decente de
Londres, habrá observado en su fisonomía, acciones y movimientos, una
grosería insultante, que dista mucho de la dulzura, y urbanidad, que son hijas
de la riqueza, el lujo y la buena educación. Todos ellos me parecen otros tantos
carniceros o toreros puestos en limpio: tal era el aspecto rústico y amenazador
con que se presentaban. ¿De dónde pueden nacer defectos tan notables, sino de
la ignorancia, y la ridícula altanería y presunción que nace y vive con ellos? Es
inútil advertir que hay excepciones; y ¿en qué cosa no las habrá? En este
artículo no he hablado de los sabios ingleses; he hablado sólo de los ingleses.
20
Las caricaturas inglesas son muy divertidas: hay tiendas en Londres que
pueden llamarse almacenes de ellas, tal es su abundancia. Todo es asunto
acomodado para estas obras: la literatura, la moral, y sobre todo la política,
prestan amplia materia a los artífices de este género grotesco, para sacar todos
los días nuevas invenciones. ¿Se quiere ridiculizar a un escritor, por más sabio,
por más respetable que sea? No hay sino valerse de uno de estos
mamarrachistas, que con cuatro líneas y un poco de color le pondrá en
ridículo, le presentará al público, y no habrá quien pase por la calle, que no
suelte la risa al verle de tan lastimosa figura. Muchas veces una caricatura
suple, y aun excede, a la crítica o la sátira más amarga. He visto en estas
estampas ridiculizadas las modas de todas las naciones, sus costumbres, y aun
sus virtudes: la gravedad de los magistrados de Inglaterra, la afectación de las
señoritas, el verdor de las viejas, la vanidad de los nobles, la bajeza de los
cortesanos; en una palabra, todos los vicios del hombre en sociedad, expuestos
a la risa y al escarnio público. Los debates del Parlamento, los proyectos de los
ministros, las resoluciones del Gobierno, los acaecimientos políticos,
nacionales o extranjeros, se ven igualmente representados en ellas, unas veces
por medio de la alegoría, y otras en composición historial. En unas está el Rey
de Inglaterra cagando en un bacín, y celebrando al mismo tiempo consejo
privado con sus ministros, representados en figuras de lobos, garduñas, zorras
y aves de rapiña. En otras le están éstos metiendo proyectos por el culo con
una jeringa; y al paso que los recibe por detrás, los va vomitando encima del
Parlamento, que está en cuclillas, recibiendo con grande humildad cuanto el
Rey le envía. En otras está el Príncipe de Gales saltando de un birlocho que va
disparado, y se le pinta en actitud de caer sobre su querida lady Fitz-Herbert,
que está ya en el suelo, panza arriba, con las piernas abiertas para recibirle. En
otras el lord Macartney, embajador de Inglaterra, está besando el culo, con
mucha devoción, al Emperador de la China. En otras hay un besaculos
general, empezando por el Rey, a quien siguen los ministros, el Parlamento, el
Clero, el lord Corregidor y el pueblo de Londres, que es el último; y a éste, en
vez de besársele, se le azotan cruelmente unos sayones, que le gritan al mismo
tiempo: ¡libertad, prosperidad! ¡Viva la Constitución! Si así tratan a su Rey y a
sus ministros, no hay que esperar que sean más contenidos con las demás
naciones: jamás he visto más abatida la majestad, que en las caricaturas
inglesas; ni hay soberano de Europa, por más temido y poderoso que pueda
ser, que haya escapado de hacer papel de botarga en ellas, y de haber servido
de diversión por dos o tres reales al populacho de Londres. El ridículo de las
caricaturas consiste en tres cosas: 1.º en el modo satírico con que se presenta el
asunto, que equivale a la fábula en la comedia; 2.º en las actitudes de los
personajes, que equivalen a las situaciones del teatro; 3.º en lo recargado de
los gestos, que es lo mismo que la expresión de los caracteres risibles que se
introducen en un drama. Una caricatura es, respecto del diseño en el género
agradable, lo que una farsa respecto de la buena comedia. Entre las muchas
obras de esta especie que diariamente se publican, hay algunas de bastante
mérito; y como en la pintura ha habido autores célebres, también en este
género grotesco y recargado, que es un ramo de ella, los ha habido y los hay.
21
Los franceses son más habladores que los españoles, y éstos más que los
ingleses. En los paseos y concurrencias públicas se echa de ver la taciturnidad
de esta gente. Algunas veces se ve en un café, cuyas mesas están todas
ocupadas, donde comen y beben en compañía, que, o no hablan, o hablan en
voz baja, como si tuvieran miedo de ser oídos; muchas veces sólo se percibe el
toser y escupir, o el ruido de las botellas. Pero aún es más notable esto en
aquellos parajes donde se junta un gran concurso de hombres y mujeres:
siendo ellos todos jóvenes, y ellas todas p..., beben ponche ellos con ellas, se
dicen flores, se agarran de los brazos, se pasean sin cesar por el salón, con una
honesta frialdad que sorprende; pero en cuanto al ruido, es tan corto el que se
percibe, que no puede menos de causar admiración al que por la primera vez
lo observa. Si en España se permitieran tales reuniones, ¡qué trisca andaría,
con sólo un par de docenas de señoritos madrileños y una docena no más de
malagueñas o gaditanas!
22
Una de las extravagancias que, a mi entender, hacen poco honor a las luces
de esta nación (que algunos, acaso con demasiada facilidad, suelen llamar la
nación filósofa), es la de nobleza. Hacemos burla de los vizcaínos, asturianos
y montañeses, porque pecan en linajudos; pues no hay que admirarse: los
célebres ingleses caen también en esta debilidad: nuestro Dómine Lucas
hallaría también originales en la patria de Newton. Aquí hay escuderos,
caballeros, baronetes, barones, vizcondes, condes, marqueses, duques,
señorías, excelencias, grandezas, y escudos partidos y enteros, campos de
plata, grifos, sirenas, unicornios, coronas, yelmos, plumas, motes y toda la
ensalada de jeroglíficos góticos que inventó en los siglos de tinieblas la ciencia
del blasón. Aquí hay también sangre azul y colorada y verde, como en otras
partes; aquí también se sufren genealogistas, y hay quien escriba grandes
volúmenes de estas futilidades, y hay quien los compre y los lea y los aprecie.
Aquí también se disputa de sangre en el ojo, y se revuelven los abalorios, y se
citan los cementerios para probar el mérito personal. Aquí también hay
bosques enteros de árboles genealógicos, y se habla de entronques y de
noblezas rancias y frescas, y se pintan en los coches, se tejen en las franjas y
se graban en los orinales los blasones adquiridos a palos y coces y a quien más
pudo, en aquellos tiempos de ignorancia y de tiranía. Pero no basta decir que
aquí también se aprecian estas puerilidades; es menester advertir que se las da
mucha estimación, que se habla de ello con la mayor formalidad, y que este
tufo aristocrático ha ocupado de tal manera las cabezas, que son muy pocas las
que están libres de frenesí. Cuando se observan de cerca las naciones, aun
aquéllas que, no sin motivo, son admiradas, ¡cuánta consolación ofrecen a los
errores y defectos de las demás!
23
El adulterio no es de aquellos delitos que castiga de oficio la justicia
pública. Si el marido se declara ofendido, y lo prueba en debida forma, el
adúltero paga una multa proporcionada a su fortuna, que algunas veces suele
ascender a sumas muy considerables. Esta cantidad se le entrega al cornudo en
recompensa del honor perdido; pero a la mujer no se la castiga de ningún
modo, ni es consiguiente la separación a la infidelidad. Así se ve que después
de concluida una de estas causas, habiendo cobrado el marido lo que le toca
por sus cuernos, prosigue viviendo en paz con su mujer. Si no anduviera
dinero de por medio, podría esto llamarse sublime filosofía, generosidad,
virtud; pero ocurriendo esta circunstancia, me parece poco honor. De aquí
debe inferirse, y los ejemplos lo confirman, que muchas veces un adulterio no
es más que una especulación, concertada muy de acuerdo entre marido y
mujer, para despojar a un gran señor o a un comerciante opulento de una
porción considerable de guineas, y socorrer por este medio las necesidades de
su familia. Las causas de adulterio se imprimen en los papeles públicos, y
además salen libritos de ellas, donde se expresan todas las circunstancias y
pruebas del caso, con los nombres de los interesados y el retrato de la señora,
para mayor instrucción y deleite de los lectores.
24
Convienen todos en que el suicidio es muy común en Inglaterra: las
circunstancias exaltan el temperamento melancólico de esta gente, y a fuerza
de raciocinar, concluyen que es necesario matarse. La época en que se
verifican más suicidios es en el invierno: el mes de Noviembre
particularmente está reputado por mes fatal; y no es muy extraño, puesto que
el invierno (especialmente en Londres), húmedo, nebuloso y triste, es capaz de
dar fastidio al hombre más bien hallado con su existencia. Sin embargo, desde
el mes de Octubre de 92 hasta el de Marzo del año siguiente sólo se
verificaron en esta ciudad cuatro suicidios. Fueron los muertos un herrero, un
comerciante de vinos, un aprendiz de no sé qué oficio, y un judío que se
hallaba preso en la cárcel. De éstos sólo se halló que tuviera motivos de
disgustos el judío, a quien, habiéndole abierto, encontraron media libra de
arsénico en el estómago.
25
Es cosa particular ver en los espectáculos y los paseos a los canónigos,
deanes, arcedianos u obispos ingleses con sus grandes pelucas, muy graves,
rollizos y colorados, llevando del brazo cada cual de ellos a su mujer, y
delante tres o cuatro chiquillos o chiquillas, muy lavaditas, muy curiositas y
muy alegres. Estos frutos de bendición manifiestan demasiado que no es la
impotencia el defecto de los ministros del Señor, pues saben desempeñar con
igual acierto las obligaciones del altar y las del tálamo. Una mujer que llega a
obispar puede considerarse por una mujer feliz. ¡Qué satisfacción, ver todo un
pueblo postrado a los pies de su esposo, pendiente de su palabra, instruido por
su doctrina, dirigido por sus consejos! ¡Qué vida muelle y regalona no ha de
gozar en su compañía!
¡Qué dulce destino el suyo, de entretener con juguetes castos los graves
cuidados que trae consigo el gobierno de la Iglesia, y en aquellas horas que la
administración de los demás Sacramentos no ocupa el prelado, ejercitarle en
las funciones del más antiguo de todos ellos! Pero si tal vez (¡qué terrible
consideración me ocurre!) atendida la fragilidad del sexo y la astucia de
nuestro común enemigo, resfriada la fidelidad conyugal, llega a producir una
cabeza episcopal aquellos frutos de ignominia que igualmente se arraigan en la
frente de cualquier pillo que en la de los sabios, los héroes, y los Príncipes más
temidos del mundo. ¡O dolor! ¿Quién bastará a llorar desgracia tan funesta?
¿Qué castigo habrá suficiente para el sacrilegio mortal que se atrevió a rodear
de cuernos la mitra de un Obispo inglés profanando los sagrados vasos
destinados privativamente para el uso de un ministro del Señor?
26
El Museo Liveriano, que se compone de un precioso gabinete de historia
natural y algunas colecciones de curiosidades, pertenecientes a la historia de
los viajes, trajes y costumbres de varias naciones antiguas y modernas, se rifó
pocos años ha, y el actual poseedor le adquirió por una guinea, que era el
precio de cada billete. Está abierto diariamente para el público, pagando 12 rs.
de entrada cada persona.
La colección de vegetales es muy escasa: contiene algunas muestras
pequeñas de diferentes maderas, varios frutos raros de la India y tierras
australes, trigo de Guinea en mazorcas, más largas y delgadas que las del
maíz, y sus granos como los perdigones de mostacilla; algunas muestras de
varios maíces; un tronco de árbol de la figura de una tabla, cubierto con su
corteza, y otros dos troncos en cuyo centro hay grandes huesos de animales,
alrededor de los cuales ha crecido el árbol, comprimiéndolos por todas partes,
sin dejar concavidad alguna, y el hueso que menos distante se halla de la
superficie de la corteza, dista de ella tres pulgadas.
La colección de conchas y cuerpos marinos, aunque no es muy abundante,
contiene algunas piezas muy raras. Lo mismo puede decirse en cuanto a
minerales. La de insectos es muy numerosa y escogida. Entre los reptiles se ve
el dragón, tan celebrado por los poetas soñadores y los pintores, sus secuaces;
pero no me dio idea ni del dragón de Colcos, ni del dragón que mató San
Jorge, en aquellos felices tiempos en que todo dragón de mediana edad tenía
seis o siete varas de longitud. Los que ahora se usan, gracias a Dios, son más
pequeños; el que está en el Museo Liveriano tendrá unas cinco pulgadas de
largo; su figura y tamaño, la misma que la de las lagartijas comunes que corren
por las paredes, con la diferencia de tener dos pequeñas alitas membranosas,
con las cuales puede volar de una a otra parte. ¡Cuándo llegará el día en que
poetas y artífices hagan confesión general de lo que han mentido acerca del
fénix, del pelícano, los centauros, las sirenas, los sátiros, los hipogrifos, el
basilisco, el delfín, el dragón y otras alimañas, desfiguradas por ellos o
inventadas ad libitum, con poco temor de Dios y notorio perjuicio de la
historia natural!
La colección de fósiles contiene muchas y admirables preciosidades: gran
cantidad de cuernos de Amón sueltos, petrificados, y algunos de una tercia de
diámetro; otros muy pequeños, confusamente unidos en grandes pedazos de
mármol; varias conchas, caracoles y otros productos marinos en tierra caliza;
dos grandes trozos de columnas de basalto, traídos de Irlanda de la cueva
llamada de los Gigantes, idénticas a las que se hallan en la isla de Staffa, cerca
de Escocia; un tronco de árbol petrificado y mineralizado en algunas partes
con piedras incas; un colmillo de elefante, de ciento y trece libras de peso,
hallado en Inglaterra al hacer una excavación; varios huesos sueltos
petrificados, y otros unidos a piedras durísimas.
Una crisolita de inapreciable valor, de tres cuartas de longitud y
proporcionalmente gruesa: la forma extraordinaria de su cristalización, su
dureza, su transparencia, su color y su magnitud la hacen considerar hasta
ahora como única en su especie. Es igualmente pieza muy curiosa, una piedra
flexible, llamada cuero de montaña, de media vara de largo, cortada en forma
de tabla y que se blandea, cogiéndola por los dos extremos, como si realmente
lo fuese. Hay también dos pedazos de piedra, llamada del Labrador (en la
América Septentrional), la cual, herida de la luz, vuelve a la vista hermosos
colores y cambiantes.
La colección de peces es poco abundante, como también la de
cuadrúpedos. Entre éstos hay un elefante y un hipopótamo, uno y otro
lastimosamente estropeados, alteradas sus formas, pelados enteramente, y
perdido su color natural con un barniz negro que les han dado. El elefante es
algo mayor que el de Madrid; el hipopótamo, de la altura de un buey, pero
mucho más largo, y grueso en proporción, corto de piernas y armado con
grandes colmillos. Cotejado éste con el esqueleto desconocido que hay en
Madrid, no me parece que aquél pertenezca al hipopótamo. Se ve también en
la misma sala un cráneo muy grande de este animal. Hay gran porción de
monos y micos, de varios tamaños y figuras; entre ellos uno (de cuyo nombre
no me acuerdo) blanquecino, con los brazos muy largos, que se ve
representado en las estampas de Buffon.
La colección de aves es abundantísima, y acaso habrá pocas en Europa que
lo sean tanto: en ella se ven piezas muy singulares, traídas de China y de la
India Oriental.
Entre las curiosidades de otra especie que allí se ven, hay una serie de
medallas acuñadas en Rusia, en diferentes ocasiones, desde Pedro el Grande
hasta nuestros días. Una colección de herraduras y otra de espuelas, ambas con
piezas muy extraordinarias; otra de zapatos, de formas y adornos particulares,
de varios países y tiempos. Trajes de naciones remotas, y algunos de los
antiguos ingleses; jubones, gorgueras y otros atavíos del tiempo de la Reina
Isabel; un coleto de Oliverio Cromwell; y entre algunos idolillos del Indostán
y rosarios berberiscos, hallé una Santa Rosa de Lima; en un corazón de seda,
talcos y abalorios, de los que en España suelen colgarse sobre los estrados por
devoción y adorno. Se ve también una figura de quien se habló en el art. 15,
vestido con el mismo traje y adornos turcos que usaba en Constantinopla.
Pero lo que se hace más digno de la atención de los curiosos es la
colección de armas, trajes, adornos e instrumentos bárbaros, que recogió el
célebre y desgraciado capitán Cook en sus atrevidos viajes alrededor del
mundo. Hay gran número de mazas o macanas de madera durísima, labradas
muchas de ellas prolijamente; pinchos, lanzas y dagas de la misma materia,
hachas de armas, unas de madera y otras guarnecidas además con colmillos de
animales, pedernales y piedras duras, aseguradas fuertemente en ellas; arcos,
flechas y otros instrumentos bélicos. Dos canoas pequeñas, donde sólo cabe un
hombre; tendrá cada una cuatro varas y media de largo, y una vara escasa en
su mayor anchura, cerradas por todas partes, a excepción de un solo agujero en
medio del puente, donde puede meterse hasta la cintura el hombre que las
conduce. Muchas redes, anzuelos de hueso y otros utensilios de pesca; cestos
para agua y leche, perfectamente tejidos, de hojas de palma, fibras de árboles,
grama muy menuda, paja, etc. Hay también varios adornos femeniles:
brazaletes y collares de conchas, piedras pequeñas o dientes de animales;
collares de pluma, fajas, bolsas de cuero o tejidos de sustancias vegetales, con
adornos de bordado y pespuntes de varios colores; botas de cuero y camisas de
intestinos de ballena. Platos y cuencos de varias frutas o maderas, y otros
utensilios domésticos. Máscaras de madera para sus bailes y regocijos,
representando varios animales, o figuras humanas disformes; instrumentos
músicos para el mismo efecto, que consisten en unas cajas de madera, donde
echan piedras, que suenan con el movimiento, y flautas semejantes a las del
dios Pan, compuestas de siete, nueve o diez cañas, iguales en grueso y
desiguales en longitud, unidas unas con otras. Peines para arañarse los rostros
en ocasiones de dolor privado o público; máscaras de madera con figura
humana y adornadas de cabellera natural, que ponen a las puertas de las casas
por la muerte de algún amigo: una de ellas tiene mucha expresión, y se parece
perfectamente a la máscara trágica de los antiguos. Hay, además, algunos
ídolos hechos de plumas encarnadas, con unos ojos grandes muy espantosos,
la boca disforme y guarnecida de colmillos de animales; estos ídolos constan
sólo de cabeza y cuello, de tamaño mayor que el natural y de formas horribles;
los sacerdotes los llevan en las manos en las grandes ceremonias públicas.
Igualmente se ven varios trajes de reyes y magnates, de singular hermosura y
artificio, hechos de plumas finísimas, de extraordinaria brillantez y exquisitos
colores; cascos muy semejantes en su forma a los antiguos de las armaduras
europeas; bandas, diademas, cetros y otros adornos de igual materia y artificio;
y entre ellos está el precioso manto y penacho que llevaba puestos el rey de
Owhyhee cuando recibió a Cook, al cual se los puso y regaló, para
manifestarle la satisfacción que había recibido al verle.
Tales son, en suma, los principales objetos que se conservan en el Museo
Liveriano. Es muy sensible que el edificio no sea bastante capaz para darles
otra colocación más cómoda; y sobre todo, hacen gran falta unos catálogos de
todo lo que hay, con el orden y explicación conveniente; pues los que hasta
ahora se han hecho sólo tratan de la colección de Cook. De todas maneras, es
cosa verdaderamente digna de la atención de cualquiera curioso y de los que
se dedican al estudio de la naturaleza o a la historia de los conocimientos
humanos y costumbres de las naciones.
27
Al entrar por primera vez en Londres, se percibe el olor desagradable del
carbón de piedra, que con tanta abundancia se quema en esta ciudad, pero a
pocos días se hace costumbre, y no incomoda. No obstante, como quiera que
este carbón despide un humo espeso, lleno de partículas sulfúreas y
bituminosas, que por la humedad del aire (particularmente en invierno) no
puede subir a una altura proporcionada, ni ser llevado por las corrientes del
viento a lugares distantes, sino que vuelve a caer sobre la ciudad misma,
resulta de aquí que el aire que en ella se respira es muy perjudicial, carga la
cabeza y ataca el pecho, con notorio peligro de la salud.
No se gasta otro carbón que éste generalmente, ni en las fábricas ni en las
casas particulares; con él se guisa en las cocinas, y con él se calientan las
habitaciones en invierno, puesto en estufas y chimeneas. Si éstas fueran tan
mal construidas como las de España, presto morirían ahogados cuantos
habitasen los cuartos donde las hubiese; pues si alguna vez (que es muy raro)
llega a rebatirse el humo dentro de ellos, es tan insufrible e infernal, que
inmediatamente hay que abrir puertas y ventanas para darle salida. Pero el arte
ha llegado en este punto a su mayor perfección, y no debe omitirse que el
mismo Benjamin Franklin, aquel hombre admirable, honor de nuestro siglo,
que quitó el rayo a Júpiter y el cetro a los tiranos, no se desdeñó de escribir un
tratado sobre el modo de construir chimeneas.
Hay minas abundantísimas de carbón de piedra en Inglaterra, y todo es
menester para el inmenso consumo que de él se hace. Es muy pesado; al irse
encendiendo, despide gran porción de aire inflamado y humo sulfúreo; una
parte de él se derrite y arde como pez, el fuego que produce es sumamente
activo y durable; circunstancia que le hace preferible a cualquier otro, en
particular para el uso de las fábricas, herrerías y fundiciones. En España hay
también minas de ello; pero en España sólo se hace caso de las minas del Perú,
origen funesto de nuestra inacción y nuestra pobreza.
28
La bata larga, la escofieta y el sombrero es un traje muy común en
Londres; las criadas de las casas, con su escofieta y su bata puestas,
estropajean las escaleras, atizan la lumbre y friegan las vasijas más necesarias
al uso doméstico; las mujeres que barren el lodo de las calles no por eso dejan
de estar muy puestas de sombrerillo y bata, ni por eso tampoco dejan de pedir
limosna a cuantos encuentran. No hay que decir que las que venden frutas,
leche, bonos, coplas y otras frioleras van del mismo modo, porque debe
inferirse; las lavanderas igualmente se presentan con el mismo atavío. Es
verdad que no siempre la calidad de las telas y adornos es de lo más delicado,
ni siempre anuncian acabar de salir de la tienda; pero esta circunstancia
accidental ¿les quitará el ser batas y escofietas y sombrerillos?
29
Las maderas de Indias son tan comunes en Londres, que yo puedo asegurar
no haber visto en ninguna casa decente mesas, papeleras, estantes, bancos,
veladores, cajoncillos, camas, rinconeras, etc., de maderas de Europa. Es
necesario que sea muy infeliz el que no tenga en su habitación muebles de esta
calidad. Nosotros, dueños de toda la América y de Filipinas, no gozamos de
este privilegio, y tal vez compramos a los ingleses estos muebles mismos, si
queremos (con mayor equidad en el gasto) que la perfección de la hechura
corresponda a lo precioso de la materia. Antiguamente, a lo menos se labraba
en España el nogal; ahora pintamos el pino de color de porcelana: ¡qué
ridiculez! ¡Como si pudieran hacerse camas y sillas de barro! ¡Cuánto es mejor
el color hermoso y natural de las maderas preciosas de Indias, que estos
barnices, destinados a fingir cosas imposibles, y que anuncian a un mismo
tiempo nuestro depravado gusto en las artes, nuestra poca actividad e
industria!
****
CUADERNO II
1
Parte de una carta dirigida al Rey de Inglaterra por J. Goorani, francés.
París, 1.º de Febrero de 1793. (Véase Le Moniteur, 22 Febrero.)
Dans le commencement de son règne votre majesté a pouvè qu'elle savait
apprécier le mérite de chacun de ses ministres; elle avait le bon esprit alors de
ne se confier qu'au plus habile: elle paraissait ne vouloir chercher son
agrandissement que dans le bonheur de ses peuples. Pourquoi avez-vous
changé de conduite? Pourquoi, sous le gouvernement d'un prince éclairé tel
que vous, Sire, remarque-t-on une excessive dégradation dans toutes les
parties de l'administration intérieure et extérieure de vos états? Pourquoi
l'historien exact ne peut-il recueillir dans votre règne que des fautes
impardonnables? Votre Nation fut-elle jamais si corrompue que depuis que
vous êtes sur le trône? Vos ministres n'ont-ils pas surpassé leurs prédécesseurs
les plus méprisables, en duplicité, en basses intrigues, en ignorance, en
rapines, en perversité? Comment avez-vous pu consentir de devenir le jouet et
l'esclave de ces avides et perfides adulateurs? Pourquoi, lorsque vous pouviez
devenir un grand roi, avez-vous préféré d'être un tyran...? La Nation vous
reproche, Sire, vos presses fréquentes et vos camps armés. Elle vous reproche
d'avoir augmenté vos milices et vos troupes de terre, si inutiles à votre pays.
Elle vous reproche les cruels et vains efforts que vous avez faits pour asservir
les treize provinces d'Amérique: efforts qui ont augmenté votre dette publique
de la somme énorme de 139.171,876 livres sterling, et dont elle paie un intérêt
annuel de 3.575.126 livres sterling, somme égale à la totalité des revenues
réunis des rois Suède, de Dannemark, de Sardaigne et du Stathouder. Elle vous
reproche d'avoir miné sourdement la liberté des Hollandais: elle vous reproche
vos fréquentes tentatives pour porter les prérogatives du trône beaucoup au
delà des bornes posées par la Constitution Britannique; elle vous reproche des
emprisonnements arbitraires, encore plus fréquents qu'ils ne le furent sous le
règne désastreux d'Edouard IV; elle vous reproche des violations manifestes
du droit naturel; de la liberté de la presse; elle vous reproche les violations les
plus multipliées des droits de propriété, par une foule d'impôts arbitraires, de
prohibitions et de monopoles odieux; elle vous reproche de favoriser
l'espionnage et les délations; elle vous reproche d'avoir perfectionné l'art de la
corruption et d'avoir corrompu les membres les plus acrédités des clubs de
Londres et des provinces, et l'opinion publique en remplissant vos gazettes de
mensonges, de calomnies et d'insinuations perfides... La Nation vous reproche
votre opposition à la réforme des vices des élections et de la représentation
nationale; elle vous reproche d'avoir excessivament augmenté les impôts et la
dette publique; elle vous reproche d'avoir constamment travaillé à l'asservir et
à la ruiner, enfin, elle vous reproche de soutenir avec opiniâtreté votre ministre
Pitt, principal conseiller et complice de la plupart de ces délits; et souillé de
tant de crimes, n'êtes-vous pas plus coupable que Charles I? Pour régner avec
gloire et prospérité, vous deviez, Sire, vous appliquer à faire établir le parfait
equilibre des autorités constituées dans votre royaume: vous avez, au
contraire, toujours travaillé à faire pencher et à fixer la balance en votre
faveur, vos ministres ont envahi tous les pouvoirs; et par votre dernière
proclamation; ils vous ont fait usurper encore le pouvoir judiciaire; et ces
efforts si multipliés vers le despotisme sont de véritables crimes de lèse-
Nation. Votre Nation, Sire, sait que c'est avec cette foule d'emplois et de
dignités dont vous disposez, et avec l'argent que vous lui extorquez, que vous
achetez ces fréquentes et serviles Adresses, dans lesquelles l'imposture et la
bassesse déguissant l'état désastreux de vos finances et la misère de vos
peuples, font l'èloge de votre administration; et ces dégoutantes flagorneries
rappellent le langage du vil sénat de Rome à Tibère. Ce sont les succès de
l'espionnage et de la corruption exercés par vos ministres dans toutes les
Cours, qui ont donné à votre cabinet la juste réputation d'être le plus fourbe, le
plus intrigant et le plus dangereux de l'Europe. Ce sont les soins continuels de
vos ministres pour exciter la cupidité mercantile de votre Nation, pour la
rendre envieuse et jalouse du commerce et de l'industrie des autres Nations, et
pour la tenir dans une disposition perpétuelle aux hostilités; c'est, dis-je, cette
politique abominable qui la rend ennemie de tous les peuples, et qui l'en fait
détester. Jamais, Sire, cette astuce rapace ne s'est developpée avec plus
d'audace que sous votre règne. Vos ministres, pour faire des fortunes brillantes
et rapides, pour augmenter votre despotisme, ou plutôt le leur, corrompent tous
ceux qui peuvent embarrasser leur marche ou divulguer leur délits. Pour ces
corruptions il faut des sommes immenses; or, sachant que la guerre est
toujours un prétexte suffisant pour obtenir des subsides, et la circonstance la
plus favorable pour étouffer les plaintes des mécontents, ces ministres
provoquent la guerre toutes les fois qu'elle leur convient; et pendant que dure
ce fléau, leurs succès sont d'autant plus certains, qu'ils dirigent eux même les
dépenses de ces guerres, de la marine, des armées de terre et de mer, des
affaires étrangères, des espions, etc. Que de moyens pour piller, pour masquer
leurs rapines, pour payer et multiplier leurs partisans! D'ailleurs, les nouveaux
impôts et les nouveaux emprunts que nécessitent les guerres, sont aussi des
moyens certains pour multiplier, pour attacher à la fortune du despote une
foule de rentiers et de capitalistes qui ont toujours un intérêt absolument
contraire à celui de la Nation... C'est par ces affreux moyens, Sire, que votre
famille a créé la presque totalité de l'énorme dette de 280 millions de livres
sterling, dont votre Nation est affligée, et dont elle paie neuf millions sterling
d'intérêt annuel. Cette dette est d'autant plus criante, que l'interêt en est trop
faible pour être susceptible de réduction; qu'elle n'a point et ne peut avoir
d'hypothèque; que les Nations étrangères ont plus de fonds dans cette dette
que les Anglais, d'où il résulte que la plus grande partie des intérêts de cette
dette est annuellement dépensée hors de vos États, et que la portion de la dette
viagère extinguible n'est que d'un million deux mille livres sterling. Cette dette
est plus criante encore, lors que l'on considère 1.º que toutes les Nations, la
vôtre, Sire, est la plus écrasée d'impôts, et que c'est encore vous qui avez créé
la majeure partie de cette dette accablante; 2.º que l'énorme taxe de trois
millions sterling pour les pauvres et le grand nombre de vos hôpitaux trèsfiches
et très-peuplés, prouvent qu'une grande partie de votre Nation est
réduite à la mendicité; 3.º qu'avec une liste civile extrêmement riche, on vous
en voit mendier fréquemment l'augmentation, sous le faux prétexte que vous
avez des dettes: tandis que tous les Anglais voient que vous vivez sans faste,
que vous ne dépensez rien revenus de votre Électorat, et que vous avez en
caisse au moins huit millions sterling, qui sont perdus pour la circulation, etc.
2
Los ingleses gustan mucho de andar a caballo: los días festivos salen al
campo a pasearse, y el que no tiene caballo propio, le alquila. Ya se conocen
en España las sillas inglesas: el traje propio de un inglés que sale a correr
consiste en un chaleco ajustado, unos calzones de ante muy largos, unas botas
y una gorra de correo. Así se presentan también a las corridas de caballos que
frecuentemente se ejecutan en este país. Éstas se hacen en una llanura, donde
se forma un gran círculo de estacas clavadas a trechos: hecha la señal, parten a
un tiempo los competidores, y en pocos minutos corren circularmente muchas
millas, luciendo igualmente en esto la resistencia y ligereza de los caballos y el
arte de los jinetes: el que llega antes al puesto, según las vueltas en que han
convenido, es el vencedor. Estos juegos atraen mucho concurso, y corre
mucho dinero de unas manos a otras, por las apuestas de los que compiten, y
las traviesas de los apasionados. Los ingleses no hacen buena figura a caballo:
en el paseo son desgarbados y sin gracia, y hacen movimientos, que más
parece que ellos llevan el caballo, que no que el caballo los lleva a ellos: en la
carrera, como sólo se trata de correr, es disculpable verlos echados sobre el
cuello del caballo; le aplican la espuela de cuando en cuando, y corren con
increíble velocidad. Los caballos son zanquilargos, enjutos y rabones.
Esta afición a cabalgar no está sólo reducida a los hombres; también las
damas toman sus lecciones de picadero, y van a pasearse a caballo a los
parajes más concurridos. No montan a horcajadas, sino a mujeriegas; llevan
sus vestidos de caza, sus botas, su sombrerillo con plumas, que tiemblan al
movimiento del caballo, audaque viris concurrere virgo. Pero perdónenme las
inglesas: una mujer sobre un caballo no parece bien: cuando su sexo se nos
presenta robusto, rígido y feroz, como en este caso, desaparecen la delicadeza
y la timidez, que son los signos que le caracterizan. La mujer que gusta de
domar caballos, despídase de enamorar corazones: toda acción de fuerza es
extraña en ellas, y en tanto son amables, en cuanto nos parecen débiles. Así,
por el contrario, cuando a un hombre nacido para los ejercicios robustos de su
sexo, se le ve en la flor de su juventud, endeble y afeminado, metido entre los
cristales de un coche, se hace indigno del cariño de una mujer. Sean ellas
hermosas, sensibles, tímidas y delicadas; éstas son las armas que la naturaleza
les concedió; nosotros, endurecidos en las fatigas, cedamos sólo a unos ojos y
a una boca que sonríe suavemente, a cuya violencia deliciosa no hay corazón
que no se rinda. Tal es su destino, tal es el nuestro.
No diré lo mismo de las inglesas que se ven continuamente en las calles y
en los paseos dirigiendo un birlocho con dos caballos, porque no es aquélla
una acción de fuerza viril, sino de inteligencia y destreza, ayudada por el arte.
Una dama hermosa que atrae los ojos del concurso desde aquella altura, donde
se la ve dirigir con fácil impulso dos caballos, que ceden a la rienda, y en
presta carrera burlan la atención curiosa que la sigue, no es una mujer, es una
deidad que se presenta a los hombres en carro de triunfo. Nada se ve en ella
que anuncie la fatiga o el peligro: su hermosura la hace poderosa; y así como
enamora los ánimos con su vista, así sujeta la ferocidad de los brutos al
imperio de su voz.
3
Las naciones opulentas por su industria y su comercio, establecidas en un
terreno ingrato, que las niega la abundancia de exquisitas producciones
naturales, siempre manifestarán en sus costumbres una mezcla de grosería,
interés sórdido, genio suspicaz y desconfiado, que hará su comunicación
desagradable a las demás, en quienes no concurren iguales circunstancias; y
estos vicios serán mayores, a proporción que su riqueza y opulencia aumenten.
Un lapón, cubierto de pieles, ocupado en la pesca y la caza, sin otras ideas
de comercio que las que puede adquirir en el trueque de los pocos frutos de su
país por los artefactos o utensilios que necesita, producto de las artes
extranjeras que desconoce, ignorante acaso de lo que es dinero y riqueza,
podrá en aquella simple rusticidad conservar costumbres inocentes y virtudes
sociales, que tal vez faltan entre las naciones civilizadas que más las aplauden
y preconizan. Pero un inglés, corrompido por los placeres y los vicios que le
proporciona su riqueza, riqueza artificial, no debida a la fertilidad de su suelo,
sino a su industria, ha de entregarse exclusivamente a mantener aquel precario
esplendor, adquirido en fuerza de las exclusiones injustas que se procura,
valiéndose de la ignorancia y descuido de las demás naciones, y ejerciendo un
monopolio tiránico, mientras se lo permiten los que deberían destruirle o
inutilizarle.
¿Por qué son poderosos los ingleses? ¿Por qué esta isla separada del orbe,
que en el estado de naturaleza debía sólo contener algunas poblaciones de
pescadores y vaqueros, hace frente a las naciones más temidas de Europa,
tiraniza el Asia, infesta la América, y señorea con sus escuadras el mar? Pues
no es otra la causa original que la misma insuficiencia natural de su terreno, la
misma rigidez de su clima, que no pudiendo darles las delicias de otros países,
les ha hecho buscar por medio de la industria la riqueza, único arbitrio de
proporcionárselas o de suplirlas. ¡Tanto puede el genio del hombre, excitado
por la necesidad e irritado por los obstáculos! Pero ¿cómo podrían competir
por mucho tiempo los que nada tienen con los que lo tienen todo, si no fuese
por la indolencia de éstos y por el incesante afán con que los otros suplen a
fuerza de arte lo que la naturaleza les negó? El sistema de aduanas de
Inglaterra, murallas impenetrables a la industria extranjera, donde se pagan
derechos tiránicos de introducción, favorece, estimula y premia la industria
nacional. El acta de navegación, que no puede considerarse sin vergüenza de
las demás naciones de Europa, favorece de tal manera su marina comerciante,
excluyendo cuanto es posible las otras, que no sé por cuál razón existe sin que
una guerra general le destruya; pero tal vez los hombres pierden de vista sus
verdaderos intereses, y sólo derraman su sangre por lo que menos les importa.
El despotismo atroz con que tiranizan el Asia es harto conocido; el
contrabando que ejercen en nuestras posesiones de América y el constante
sistema de usurpación tan repetido ya, que ignoro cómo se dilata el golpe
mortal con que nos despoje de aquellos dominios, que han sido siempre el
objeto de su ambición. La falta de frutos la suplen con la actividad de su
navegación, que va a buscarlos donde la naturaleza los produce; los llevan a
Inglaterra, los mejoran y convierten en objetos de necesidad y de lujo, y
vuelven a venderlos con nueva forma a las mismas naciones a quienes los
compraron o los hurtaron primero. La falta de brazos la suplen con máquinas,
caminos y canales; la falta de minas, con el giro de su comercio y los
productos de sus artes; la falta de propiedad individual, con socorros
voluntarios y suscripciones; y a este plan de interés común preside el espíritu
de patriotismo, que todo lo abraza y vivifica.
¿Qué mucho, pues, que un extranjero se vea sacrificado desde que entra
hasta que sale de Inglaterra? ¿Qué mucho que, si es rico, le engañen, y si es
pobre, le desprecien? ¿Qué mucho que le pidan dinero por entrar en una
iglesia, por ver un palacio del Rey, por ver el Parlamento, por ver un jardín,
por leer en una biblioteca, o por ver un museo, un gabinete, una armería, o
cualquiera otra curiosidad pública? ¿Qué mucho que se le dificulte ver una
fábrica, un almacén, una máquina, y que siempre le miren como a un espía
sospechoso? ¿Qué mucho, en fin, que falte en el genio nacional franqueza,
desinterés, magnificencia, si estas virtudes son opuestas directamente al
interés privado y público, que ha producido por necesidad los vicios
contrarios? A estas causas debe atribuirse la reserva, el egoísmo, la
desconfianza, la dureza para con los extranjeros, la ambición y el espíritu de
rapiña, que hace a los ingleses tan poco amables en su trato a todos los que no
lo son.
4
En ninguna parte he visto practicada la verdadera caridad pública con tanto
acierto como en Inglaterra: aquella caridad que socorre la verdadera pobreza, y
la hace desaparecer por medio de auxilios oportunos; que proporciona el
trabajo, que sostiene la inocencia y la virtud contra los peligros a que la
necesidad las expone; que alivia a la naturaleza doliente, débil o decrépita; en
una palabra, aquella que, dejando libre a los delitos el camino de la prisión o
del cadalso, ampara a los que se hacen dignos de invocarla, y en cuanto es
posible, enmienda los males que causa al género humano la desigualdad
escandalosa de las fortunas. Ya debe suponerse que donde se ejerce esta
ilustrada caridad, no se verán filas de pobres asquerosos, insolentes,
holgazanes, llenos de vicios, espulgándose al sol, y esperando la hora de llenar
las horteras en una olla de bodrio que se reparte entre ellos; ni se verá lleno de
esta gente el portal de un poderoso, ni la entrada de una iglesia, donde con
grande ostentación farisaica se les reparten cuarenta o cincuenta reales, de dos
en dos cuartos; porque ni ésta es caridad cristiana, ni éstos son pobres.
Cada parroquia de Londres socorre a los suyos; en todas ellas hay
establecimientos para huérfanos de ambos sexos; los alimentan, los visten, los
educan y los enseñan; los muchachos aprenden un oficio; las muchachas, todas
las labores que las son propias. Ellos mismos (sin perjuicio de la facultad a
que particularmente se dedican) tejen los paños, lienzos o telas de que se
visten; cortan y cosen los vestidos; en suma, cuando es de su uso, otro tanto
hacen, pues sólo se les dan las primeras materias. Todos ellos alternan en estas
ocupaciones, de donde resulta que aprenden cuatro o cinco oficios a un
tiempo: un muchacho que es tejedor una semana, otra es sastre, otra zapatero,
y así va mudando de ejercicios: todos los sabe y todos los practica. Las
muchachas, entre otras obligaciones, tienen la de hacer camisas para unos y
otros, medias, calcetas, lavar y coser la ropa.
Estas parroquias asisten, en los varios hospitales de la ciudad, a sus
enfermos; en otros, a las mujeres preñadas; dan medicinas y otros auxilios en
necesidades particulares; socorren a las viudas, a los ancianos e impedidos, y
proporcionan ocupación a todo el que puede trabajar. Esto se sostiene en
virtud de las limosnas, eventuales o de obligación, con que contribuyen los
vecinos de cada parroquia; y no contando lo que se da voluntariamente, que es
mucho, basta sólo advertir que uno de los impuestos de Londres, y acaso el
más fuerte, como el más justo de todos ellos, es el que se da a la parroquia
para estos fines, arreglado a una sexta parte del alquiler de la casa que cada
uno ocupa. El que paga seis mil reales de alquiler al año, debe contribuir con
mil para los pobres, guardándose en todos los casos la misma proporción de
uno a seis.
No es fácil ponderar las sumas inmensas que se recogen, destinadas a estos
fines piadosos; ni hay cosa que dé una idea más grande de la riqueza de este
país, que las suscripciones cuantiosas que se hacen diariamente con varios
objetos. La que se abrió para socorro de los curas franceses, refugiados a
Inglaterra en tiempo de la revolución de Francia, ascendió, desde últimos de
agosto de 92 hasta fin de marzo del año siguiente, a catorce mil libras
esterlinas.
5
En Londres son los borricos más útiles y menos infelices que en Madrid.
En vez de cargar sobre ellos pesos que no pueden sostener, y expuestos, por su
mala colocación, a que den con ellos en tierra, como lo hacen nuestros
yeseros, ladrilleros y empedradores, aquí los hacen tirar de unos pequeños
carros, donde cada borrico lleva, con menos molestia, una carga tres o cuatro
veces mayor que la que podría conducir a lomo. Cuando la distancia o el peso
aumentan, suelen poner dos burros a cada carro, colocándolos uno detrás de
otro, como las mulas de las galeras catalanas.
6
Una de las cosas que más admiran a un español que llega a Londres, es la
poca sujeción que les da su grandeza a los más grandes personajes de la Corte,
y la libertad de que gozan, habiendo sacudido la cadena intolerable de las
ceremonias y la etiqueta. He visto al Príncipe de Gales, esto es, al heredero de
la corona, paseándose a caballo con un amigo, como pudiera cualquier
particular. Alguna vez, en visita, en casa del Marqués del Campo, con el
uniforme de su regimiento, y otras, sin distinción alguna, con su sombrero
redondo, frac y botas, sin criado, ni amigo que le acompañe, divirtiéndose con
las estampas o muestras de modas que están a la vista en las tiendas. Con este
traje se va a almorzar, cenar y beber a casa de sus conocidos y conocidas; con
él se presenta frecuentemente en los teatros, y alguna vez se le ve sentado en el
patio o en las galerías que ocupa el pueblo. Cuando asiste a las máscaras del
Renelagh, lleva descubierto el rostro, a fin de evitar cualquier disgusto que
podría originársele de no ser conocido.
Habiendo citado estos ejemplos de quien, después del Soberano, es el
primer personaje de la nación, ya debe inferirse que los demás príncipes y los
señores del reino se portarán del mismo modo.
7
En comprobación de lo que se ha dicho ya en varios artículos acerca del
culto que se da al dios Dinero en esta nación, no es de omitir una frase que
está muy en uso entre los ingleses. Es natural cuando uno pregunta a otro
¿quién es aquél? que le respondan: Aquél se llama N.; tiene tal facultad, o
empleo, ha hecho, o escrito, tales obras; tiene tal habilidad, o tales prendas; es
de tal país, etc., pero en Inglaterra no sucede así. Aquí se pregunta ¿quién es
aquél?, y responden inmediatamente: Aquél vale dos mil guineas, o más o
menos; y según es lo menos o lo más, así es el gesto de aprobación o desprecio
del que lo pregunta. Esto de valer tanto significa que aquel hombre junta tanta
renta al año, ya sea por sus haciendas, por su industria o por sus sueldos, y tal
es el modo de informar del mérito y circunstancias de cualquiera. La
estimación que de él se hace, es en razón del dinero que tiene; y se tasa a un
hombre como se pudiera tasar a un carnero o a un cerdo, según la calidad de
su lana, o las libras de manteca que puede producir. Si el Tasso, Cervantes,
Milton, Camoens... atravesaban por una calle de Londres, nadie diría:
«Aquéllos han escrito la Jerusalén, el Don Quijote, El Paraíso perdido, y Los
Lusíadas»; dirían (según la frase vulgar): Aquellos cuatro que van por allí,
valdrán, uno con otro, doscientos reales.
8
De Londres a Southampton, por Winchester, hay 75 millas (o 25 de
nuestras leguas); se andan en doce horas en el coche público, y el coste es
poco más de cincuenta reales. El carruaje en que yo fui tenía ocho ruedas del
tamaño de las pequeñas que se usan en los coches; la caja era de esta figura.
Se entraba en él por una puertecilla que tenía detrás (según aquí se representa);
caben en él diez y seis personas, colocándose en dos filas laterales, una en
frente de otra. Se acomodan también otros encima del techo, de suerte que,
entre los de adentro y los de fuera, tal vez suelen ir veinte o veinte y cuatro
personas en este carruaje, tiradas por seis caballos. Éstos se mudan,
regularmente de cuatro en cuatro leguas, o poco menos.
Hasta las veintiuna millas de Londres, por el camino mencionado, todo es
llanuras muy bien cultivadas, pastos abundantes, árboles y mucho caserío.
Después se atraviesa una parte del pequeño parque de Windsor, donde el
terreno es más desigual; y hasta las treinta y seis millas nada se ve sino
algunos pinos, cardos, y aliagas; todo está inculto y árido, ni agua, ni verdura,
ni casas, ni hombres: me pareció, cuando pasé por allí, que ya estaba en mi
tierra. Cerca de la casa del administrador o mayordomo de esta posesión Real,
se ve una cascada, hecha a mano con grandes piedras: cosa fea y ridícula por
cierto. Esta soledad desagradable (donde suceden frecuentes robos) se acaba
pasado el pequeño pueblo que llaman Hartford-Bridge; empiezan a verse
después campos cultivados, pastos y bastantes árboles; pocas casas y pobres,
con techos de paja muchas de ellas. Hacia las cuarenta y tres millas se
atraviesa un nuevo canal, hecho por suscripción, que a principios de Mayo de
93 aún no tenía agua: excavación poco profunda, puentes de ladrillo muy bien
hechos; obra útil, no magnífica ni dispendiosa. Hasta Winchester se ven
terrenos muy llanos en general, mucho trigo y cebada, pinos y otros árboles y
a lo que puede juzgarse desde el camino, escasa población. Winchester está
situada al pie de un cerro, en cuya parte superior se ven aún pedazos de sus
murallas: es ciudad muy antigua, y fue en su tiempo muy fuerte; la rodean
varios montecillos, descubriéndose por todas partes un terreno desigual, bien
cultivado y agradable, con agua, árboles y ganados. Su antigua catedral es
obra hecha en dos épocas muy distintas; su forma es la de una cruz, cuyos dos
brazos son de arquitectura sajónica, que puede considerarse como una ruda
imitación de los órdenes dórico y toscano, más robusta en sus proporciones, y
sin ninguno de sus adornos; sus columnas son muy cortas y cilíndricas, las
basas cuadradas y también los capiteles en la parte superior, formando un
octógono en la inferior, por donde se unen a la columna; todos los arcos son
semicirculares. La cabeza y pie de la cruz son mucho más modernos, de estilo
gótico poco elegante. Es muy notable la pila del bautismo, cuadrada, de
mármol negro, con bajos relieves por la parte exterior, se cree que es también
del tiempo de los sajones: en dos de sus ángulos se ven varios pájaros, y en los
otros dos parece que quisieron representar milagros de algún santo; todo
monstruoso, y que anuncia haber sido hecho durante el general letargo de las
artes. Hay en esta iglesia varios sepulcros de prelados y otros grandes
personajes, y en algunos de ellos es de admirar la delicadeza del estilo gótico;
se conservan también en varias urnas los huesos de los reyes sajones, que
tuvieron su Corte en esta ciudad.
Una de las curiosidades más apreciables que se conservan en Winchester
es la famosa tabla redonda donde el Rey Artus (o Arturo) comía con sus
veinticuatro caballeros: es de una sola pieza, tiene diez y ocho pies de
diámetro, y es monumento de más de mil años de antigüedad. Desde
Winchester a Southampton hay doce millas; se atraviesa una porción de
terreno perteneciente a la Corona, despoblado e inculto, pero muy agradable
por los muchos robles y otros árboles que le adornan. Southampton está
situada al extremo de un brazo de mar, que haciendo dos senos a un lado y
otro, la rodea en semicírculo; el terreno es desigual, y todo cubierto de
vegetación; muchos árboles, prados, tierras de siembra, casas de campo,
jardines y otros objetos agradables, que forman unas cercanías las más
deliciosas que se pueden apetecer la salubridad del aire, la abundancia y
calidad de los comestibles, la inmediación del mar, los objetos de lujo y
comodidad que en ella se encuentran, son circunstancias que hacen agradable
a cualquiera su residencia en esta ciudad; y doloroso dejarla. A corta distancia
de ella está la fábrica de motones para los navíos (única en Inglaterra), de
donde se provee la armada y naves mercantes: el director de ella se ajusta con
el Gobierno, y una de las condiciones es que los motones han de durar en buen
estado siete años. Todas las máquinas necesarias para su construcción se
mueven por agua, y mucha parte de las maderas que en ellas se emplean son
de nuestras posesiones en América. Hay una sierra circular para cortar las
esquinas de los maderos, dispuesta en esta forma; otra, también circular,
compuesta de dos planchas, con la cual atraviesan un pedazo grueso de
madera sin dividirle, haciendo dos rajas en él, como aquí se representa; luego
que la sierra ha entrado hasta la mitad en el tronco, se vuelve éste por el otro
lado, y repitiendo la operación, quedan hechas las dos rajas; la forma de la
sierra es ésta: todo esto se hace con admirable presteza y exactitud. Vi también
una bomba para sacar el agua de los navíos, con dos émbolos, de los cuales el
uno baja cuando el otro sube, produciendo por este medio extracción continua
y abundante: su forma era según expresa el diseño adjunto. Cerca del mar vi
una especie de horno, donde calientan agua en grandes calderas, y poniendo
sobre ellas troncos de árboles muy gruesos, los reblandecen por medio del
vapor del agua que reciben, y después les dan la forma que necesitan para la
construcción de los navíos. Desde Southampton a Gosport se va por terreno
quebrado; y aunque se hallan algunos pedazos incultos, se gozan agradables
vistas: hay muchas casas de labradores, y otras de particulares ricos,
construidas con elegante sencillez; abundancia de árboles, pastos, tierras de
siembra, ganados, etc. Gosport, situada al poniente de Portsmouth, con el mar
en medio, puede considerarse como un arrabal de aquélla: es ciudad pequeña;
no hay en ella edificios notables, ni es cosa grande la fortificación que tiene
por parte de tierra. A corta distancia de la ciudad, hacia el Mediodía, hay un
grande hospital de marina; excelente edificio, sencillo, cómodo y ventilado por
todas partes; en cuanto a la limpieza, asistencia, buen orden, medicina, cirugía,
botica y cocina, bastará decir que es uno de los mejores de Inglaterra. Para ir
de Gosport a Portsmouth se atraviesa en cinco o seis minutos el puerto, que es
uno de los más seguros y espaciosos de Europa, capaz de contener las armadas
más numerosas; se ve a la parte del Mediodía la isla de Wight, que está
enfrente de su entrada; entre Poniente y Sur, Spithead; al Poniente, Gosport; al
Norte, la parte de tierra donde acaba el puerto; y al Oriente la ciudad de
Portsmouth: esto, y la multitud de navíos de todos tamaños de que está
cubierto el mar, ofrece a la vista el espectáculo más delicioso. Fui a la vez al
Real Jorge, navío de cien cañones, que a la sazón estaba al ancla en aquel
puerto: cosa admirable para quien ve por primera vez una máquina tan grande
y artificiosa. El coste de un navío de este porte se regula en ciento y cincuenta
mil libras esterlinas; su tripulación setecientos hombres; y cuando le manda un
almirante, suele aumentarse hasta ochocientos.
Portsmouth es ciudad de corta extensión; pero tiene a la parte del Norte un
arrabal mucho mayor que ella; en una y otra población hay muy buenas calles,
muy limpias, con muchas tiendas, posadas, etc.: no hay en una ni en otra
edificios dignos de particular atención; pero son verdaderamente magníficos
los que están separados de la ciudad, inmediatos al puerto, destinados para
almacenes. Esta plaza se ha fortificado con la mayor inteligencia y sin
perdonar gasto alguno, atendida la importancia de ella: de cinco años a esta
parte se ha dado mayor extensión a sus muros y fosos, a fin de rodear con ellos
el arrabal, que está a la parte del Norte, y que antiguamente se hallaba fuera de
las fortificaciones de Portsmouth; pero es tal la extensión que ha sido
necesario darlas para este fin, que se cree que apenas bastarán veinte mil
hombres para guarnecerlas, en caso de ataque. Han hecho prados artificiales
sobre las mismas murallas para los caballos, y plantíos de árboles, con
vallados de arbustos, que forman un jardín continuado por toda la extensión de
los muros; cosa no menos útil que agradable. Desde allí se goza la vista de un
campo ameno y deleitoso, y a lo lejos, hacia la parte del monte, se ve todavía
un castillo, construido por Julio César, cuando hizo su invasión en Inglaterra.
Hay también un teatro en Portsmouth: mal edificio, malas decoraciones, malos
actores, mala música, malas piezas.
Volví por el mismo camino a Southampton y Winchester, pero no es de
omitir que en la primera de estas ciudades hallé una preciosidad, digna de la
admiración de cualquier viajero. Había en uno de los cuartos de la posada un
biombo de chimenea; fui a examinarle, y así como Eneas se extasió al ver en
las pinturas de Cartago representada la guerra de Troya, y D. Quijote perdió
los estribos a vista de las tobosescas tinajas, así yo me llené de entusiasmo
patriótico al ver que el tal biombo estaba aforrado con unas conclusiones
vallisoletanas, en tafetán amarillo, con sus cenefas correspondientes de águilas
y flores y garambainas tipográficas; su dedicatoria con citas de Ravisio Textor,
San Jerónimo, Plinio el menor, Natal Cómite, Maluenda y Picinello. ¡Qué
tesoro, si el bárbaro posadero inglés que le posee supiera apreciarle!
Desde Winchester a Basingsthoke se halla poca población y pocos árboles;
pero excelentes campos de siembra, muy bien cultivados. Windsor, sitio real,
está situado en medio de unas llanuras deliciosas, que miradas desde las
colinas inmediatas o desde el castillo, ofrecen a la vista un espectáculo el más
lisonjero: árboles, prados de eterno verdor, por donde el Támesis vaga con
perezoso curso, bosques sombríos, calles larguísimas de castaños de Indias,
cubierto el piso con una alfombra blanda de céspedes menudos: todo deleita,
todo ocupa agradablemente los sentidos y enajena y suspende el ánimo. La
naturaleza es más robusta en Aranjuez, pero menos alegre; en vez del calor
insufrible que allí se padece, aquí se respira un aura suave y fresca; en vez del
polvo abrasador que allí se pisa, aquí se viste la tierra de yerbas y flores; no se
ven aquí cerros pelados que estrechan el terreno y reverberan el fuego del sol;
por una parte el terreno, más abierto y con más vegetación, y por otra el clima,
mucho más templado, hacen el sitio de Windsor incomparablemente más
deleitoso que el de Aranjuez. El palacio del Rey, llamado Windsor Castle, está
sobre una altura, dominando a la población; todo él es obra gótica, grande y de
poco ornato, hecha en tiempo del Rey Guillermo el Conquistador, con más
apariencias de fortaleza que de casa de recreo. Entrando en las habitaciones
reales, se ven las salas de Guardias, cuyas paredes están cubiertas de gran
número de fusiles, pistolas, lanzas, espadas y otras armas, colocadas con
mucho artificio y formando varios dibujos, cifras y adornos. Casi todas las
salas tienen pintados los techos con asuntos mitológicos o alegorías dedicadas
a la gloria de Carlos II, Guillermo III, la Reina Catalina, y otros asuntos
nacionales; la mayor parte de estas pinturas son obra del pintor Verrio, menos
ingenioso y más correcto que Jordán. Los más de los cuadros que adornan este
palacio son retratos y países; lo que me pareció más notable fue: Judith y
Holofernes, de Guido, colocado en la sala de Conversación; Los dos usureros,
obra admirable del famoso cerrajero de Amberes, y Un muchacho con unos
perros, de Murillo, en la galería de pinturas. En la sala del Dosel, Escoto, obra
del Españoleto, y muchos retratos, colocados en varias piezas, excelentemente
pintados por Vandyck. En la pieza que llaman de las Hermosuras, se ven hasta
unos catorce cuadros, que son otros tantos retratos de las mujeres más célebres
por su buena cara, que florecieron en tiempo de Carlos II, y que merecieron
particulares favores a aquel soberano. Si las artes dedican con tal frecuencia
sus esfuerzos a inmortalizar las debilidades y vicios de los príncipes, ¿qué
mucho que la austera filosofía las abomine, al considerarlas tan envilecidas y
corruptoras? Lo que es, sin duda, más precioso que cuanto se acaba de
mencionar, es los cartones de Rafael, que representan asuntos sacados del
Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles: después de haber nombrado el
artífice, nada hay que añadir en su elogio. La sala que llaman de San Jorge,
destinada para juntas de los caballeros de Jarretera, tiene ciento y ocho pies de
largo, con arquitectura pintada sobre la pared lisa; y en el lienzo del lado del
Norte, donde no hay ventanas, está representado el triunfo de Eduardo,
llamado el Príncipe Negro, al modo romano, obra del citado pintor Verrio.
El castillo, que está inmediato al palacio, es redondo, dividido en dos
cuerpos y colocado sobre una eminencia que domina todas las cercanías, desde
donde (como ya se ha dicho) se goza de una perspectiva muy agradable. En lo
interior de él hay habitaciones muy cómodas y alegres; una sala de guardias,
adornada con armas, según se dijo hablando de las del palacio. Aquí suelen
poner los reos de Estado, donde (exceptuando la libertad) nada les falta.
La iglesia del palacio es de gusto gótico, muy clara, alegre, limpia y
desembarazada; en el coro están los yelmos, espadas y pendones con los
escudos de los caballeros de la Jarretera, y bajo estas insignias de guerra y
muerte, los rollizos canónigos cantan himnos al Dios de paz. En el altar hay
una gran vidriera, donde está representada la Resurrección del Señor, obra de
mucho mérito. Antiguamente las vidrieras de las iglesias eran otras tantas
pinturas, y en las que han quedado se admira todavía la hermosura de los
colores; pero este arte se puede considerar como absolutamente perdido en
Europa; los ingleses parece que quieren restablecerle, y la citada obra es una
prueba de la perfección a que podrán llegar muy pronto. Esta vidriera, hecha
pocos años ha por el diseño del pintor West, reúne a la belleza del colorido
(que es el único mérito de las antiguas) la exactitud del dibujo y la elegancia
de la composición, que no se halla en las otras. En esta iglesia hay algunos
sepulcros, dignos de la atención de los curiosos.
El camino de Windsor a Hamptoncourt es muy divertido, gozándose la
vista del Támesis, que se atraviesa por un puente de madera, y la del parque,
cubierto (como ya se ha dicho) de árboles y verdura, con varios canales, que le
humedecen. Hamptoncourt, sitio real a la orilla del Támesis, fue posesión del
célebre cardenal Wolser, que se la regaló a Enrique VIII. Al antiguo palacio,
construido por aquel prelado, se ha añadido posteriormente otro muy grande,
de forma regular, parecido bastante al de Aranjuez. Contiene muchas pinturas,
y esto es lo único que hay que ver en sus habitaciones, puesto que en cuanto a
muebles y otros adornos, así en este palacio como en el de Windsor, todo es
pobre y mezquino. Los techos están pintados por Verrio, representando fábulas
o alegorías. En la sala de Guardias, que tiene sesenta pies de largo y cuarenta
de ancho, se ven cubiertas las paredes con armas, colocadas según ya se ha
dicho tratando de Windsor. En las demás hay algunos retratos de Vandyck y
varios cuadros del Guercino, Pablo Veronés, Pusino y otros pintores célebres;
las nueve Musas, del Tintoreto; el Duque de Alba, por Rubens; la Destrucción
de la Armada Invencible, etc. El jardín tiene un gran canal, a cuyas orillas hay
hermosas arboledas y bosquecillos; al lado del río hay un pequeño jardín de
flores con un invernadero, y más allá otro, destinado para una parra, cubierto
de cristales y con una estufa que le da calor por medio de un tubo que rodea
toda la pieza: todo esto es necesario para tener un racimo de uvas en este país.
En un antiguo bosque de árboles, que está inmediato a la puerta principal del
jardín, hay algunos cedros muy robustos.
Desde Hamptoncourt a Londres hay quince millas; se pasa, al salir, por
entre unas calles de hermosos castaños de Indias; nada se ve desde el camino
que no sea agradable, si bien se oculta mucho a la vista, por ser el terreno
demasiado llano. A cada paso se hallan poblaciones y casas de campo
magníficas, que uniéndose con otras comunes (al paso que uno se acerca a
Londres), forman a un lado y otro del camino dos filas de edificios, que duran
seis o siete millas, antes de llegar a la ciudad.
Es necesario advertir, antes de acabar la relación de este viaje, que en todo
él hallé un camino excelente, cuasi siempre adornado a un lado y otro con
arbustos y árboles agrupados en bello desorden, que mantienen la frescura del
piso, sirven de cerca a las haciendas, dan sombra y deleitan la vista. De las
posadas sólo diré que en lugarcillos de treinta y cuarenta vecinos las encontré
tales, que ¡ojalá pudieran compararse con ellas nuestras fondas de Madrid!
advirtiendo que en Inglaterra son ingleses los posaderos, y no se sufre que
venga un sórdido milanés a llevarse el dinero de la nación, sirviendo mal al
público, para volverse al cabo de ocho o diez años a su tierra, comprar un
título de príncipe, rasparse la pringue de las marmitas, y hacerse llamar
Excelencia. ¿En qué país donde haya un poco de industria se tolera esto?
9
Greenwich es un pueblo de bastante extensión, situado sobre la orilla
meridional del Támesis, seis millas al oriente de Londres. La mayor parte de
sus habitantes son empleados en el astillero y almacenes, o marineros de
Londres, cuyo río debe considerarse como uno de los buenos puertos de
Inglaterra: el hospital de marina es lo más digno de atención en este pueblo.
Fundóle Guillermo III en 1694, dando para ello el palacio que había
comenzado a construir Carlos II, ampliándole después, y añadiendo más
edificios, según hoy se ven: el Rey y los particulares contribuyeron con sumas
cuantiosas para este establecimiento. En lo material se compone de cuatro
palacios de piedra (que así pueden llamarse), con una gran plaza en medio, y
una calle muy ancha, a cuyo extremo se ve el parque, y en su mayor altura un
observatorio astronómico. Toda la arquitectura de estas cuatro fábricas es
grandiosa, regular y uniforme; y en las dos inmediatas al parque hay dos
galerías inferiores, con más de trescientas columnas pareadas, de veinte pies
de alto, con entablamento y balaustrada encima, cosa, por cierto, elegante y
cómoda, y en las dos esquinas que dan a la plaza se levantan dos grandes
cúpulas, que hacen muy buen efecto. A pesar de las críticas que podrán hacer
los inteligentes sobre las proporciones y adornos de estos edificios, puede
asegurarse (atendiendo al conjunto de ellos) que más parecen construidos para
habitación de un monarca, que para la de unos pobres marineros: el Rey de
Inglaterra no tiene palacio alguno que pueda ni remotamente compararse con
éstos. Merece verse la que llaman Sala Pintada, que es una pieza de ciento seis
pies de largo, cincuenta y seis de ancho, y cincuenta de alto, con decoración de
orden compuesto. En el friso se lee esta inscripción: Pietas augusta, ut habitent
securè et publicè alantur, qui publicae securitati invigilarunt, regia Grenovici
Mariae auspiciis, sublevandis nautis destinata, regnantibus Guilelmo et Maria
MDCXCIV. Todo este salón, con otro más pequeño a continuación de él y el
vestíbulo, están pintados por el caballero Thornhill, con alusiones a la
munificencia Real y a los objetos del establecimiento. La capilla es obra muy
moderna, de exquisito gusto, y la mejor, sin duda, que he visto en Inglaterra.
Es admirable la delicadeza con que están trabajados todos los adornos, así en
las maderas de las puertas y púlpitos, como en los estucos de las paredes y el
techo. En el altar hay un gran cuadro, muy bien pintado por el pintor del Rey,
West, que representa a S. Pablo escapado del naufragio en la isla de Malta; la
composición me pareció confusa y embrollada hasta el extremo.
Hay cómodas habitaciones para el Gobernador y demás empleados,
grandes cocinas, refectorio, etc.; una enfermería, donde no vi ni la limpieza ni
el orden admirable que se observa en el hospital de Gosport, y todos los
oficios necesarios a la buena asistencia de los pobres.
El número de ellos era de dos mil, y el de las personas que habitan este
hospital (incluyéndolos a todos) pasaba de dos mil quinientos. Todo el que ha
servido en la marina de Inglaterra un cierto número de años, como el que
hallándose estropeado o enfermo no puede servir, halla aquí el asilo para su
vejez y el remedio a sus males. A cada marino se le dan siete panes de a libra
cada semana, tres libras de vaca, dos de carnero, guisantes, queso, cerveza, y
cinco reales para tabaco; y esta última partida aumenta en razón de las
graduaciones de sub-pilotos, pilotos, etc. Cada dos años se les da un vestido
azul completo, un sombrero, tres pares de medias, dos de zapatos, cinco
corbatas, tres camisas y dos gorros.
Sus habitaciones son unas grandes salas, donde hay unos encajonados
semejantes a los de una sacristía, y en ellos están las divisiones de las alcobas;
cada una con una cama, dos sillas, una mesa y una pequeña papelera; encima
de la cama hay un sobradillo para colocar en él unos trastos: cada alcoba tiene
su puerta y una ventana con vidriera al lado; todos estos dormitorios están
abiertos por la parte superior, a fin de que los ventile el aire común de la sala.
En todo el hospital hay más de sesenta salas, dispuestas en la forma dicha, y
en ellas dos mil trescientas y ochenta camas.
El cuidado de este hospital, en cuanto al lavado y cosido de la ropa, barrido
y limpieza de las salas, está a cargo de mujeres, y en esto se emplean las
viudas de los marinos.
Hay una escuela donde se da educación a sus hijos, que gozan igualmente
de las asignaciones de habitación, ración y vestido. Se les enseña la náutica,
los principios de geometría y de astronomía, y todos los conocimientos
relativos a este ramo, uniendo a la teórica la práctica, que ejercitan en los
navíos del Támesis, para todo lo perteneciente a la maniobra. El que se admire
al ver la formidable marina inglesa, e ignore a qué causas poder atribuir su
dominio en los mares, la extensión de su comercio, la celebridad de sus
maniobras, y su conocida superioridad en la guerra y en la paz, sobre la de las
otras naciones, vea el hospital de Greenwich y hallará la solución de cuasi
todas sus dudas.
El Támesis, que baña el pie de estos edificios, tiene grande anchura en
aquel paraje; todo está cubierto de embarcaciones, que llegan hasta el puente
de Londres, y en el astillero inmediato al hospital de Greenwich se botan al
agua navíos de hasta cien cañones, lo que prueba la profundidad del río: los vi
anclados en él de ochenta y noventa.
Detrás del hospital está el parque, de corta extensión, con buenas calles de
árboles y pequeños bosques: terreno desigual, donde podría hacerse un jardín
muy delicioso. Desde la altura donde está el Observatorio se ve debajo el
pueblo de Greenwich, que cuasi es una continuación del de Derptford; el
hospital, el Támesis, que va haciendo varios giros por una gran llanura; la
multitud de naves que cruzan por él; la campiña de Londres, llena de
poblaciones, edificios y cultura; y más lejos aquella gran ciudad, coronada de
torres de piedra, entre las cuales descuella la magnífica cúpula de San Pablo.
10
De Londres a Richmond (yendo embarcado río arriba) hay quince millas, y
en este espacio se pasa por debajo de cinco puentes de piedra y dos de madera;
se ve a la derecha, inmediato a Londres, el pueblo de Chelsea (donde hay un
grande hospital, semejante al de Greenwich, para los soldados inválidos del
ejército); igualmente se ven, hasta llegar a Richmond, los pueblos de
Battersea, Fulan, Pulney, Cheswick, Kew, Brentford e Isleworth; todos ellos
ventajosamente situados a una y otra orilla del Támesis. El río va
estrechándose al paso que se sube por él, y su corriente es tan lenta y suave,
que parece un cristal, donde se repiten los objetos de sus deliciosas riberas,
llenas de árboles y cultivo, y variadas graciosamente por la desigualdad del
piso. Richmond está sobre la altura y vertientes de una montaña en forma de
anfiteatro; y vista desde el río, no parece una población formal, sino muchas
casas de campo, interrumpidas con jardines y bosques. Tiene dos o tres calles
principales, muy buenas y limpias, como es ordinario en Inglaterra; una plaza
muy espaciosa, con el suelo cubierto de céspedes, y árboles alrededor. Desde
lo más alto de la ciudad se goza la hermosa vista de sus contornos, con casas
de campo, jardines, parques y otros objetos, y el río, que la baña el pie, por
donde cruzan embarcaciones continuamente. El parque del Rey tiene once
millas de circunferencia; abunda en caza; desde él se ve la ciudad de Londres
y otros muchos pueblos. Los jardines de Richmond (pertenecientes también al
Rey) son deliciosos y de bastante extensión.
Kew dista dos millas de Richmond, y trece por el río, de Londres; es corta
población, compuesta de tres aceras de casas, jardines y árboles, que forman
una gran plaza o camino triangular en medio. Sus jardines reales (que confinan
con los de Richmond) tienen tres millas de circunferencia; el terreno es muy
llano, y por consiguiente poco ventajoso, y carece de agua; a pesar de estos
obstáculos, a fuerza de trabajo e inteligencia se ha logrado darles toda la
perfección de que son susceptibles: cuarenta años ha era todo un desierto
árido, y hoy día (en cuanto a la vegetación) es uno de los mejores recreos
cercanos a Londres. La forma de estos jardines es por el gusto inglés,
irregular: calles torcidas, plantación desigual, así en las especies de los árboles
(que hay muchas) como en las distancias que guardan entre sí; algunos de
ellos son comparables, por su altura, a los de Aranjuez; al pie de ellos dejan
crecer todo género de arbustos o árboles menores, que alternan sin orden
aparente con los otros, cubren la desnudez de los grandes troncos y mantienen
la frescura y la sombra, con agradables formas a la vista, y l'arte che tutto fa
nulla si scopre.
Hay esparcidos por estos jardines varios edificios de regular arquitectura,
cuales son: el invernadero para criar naranjas, limones y otros frutos que
necesitan calor, el templo de Belona, el de Marte, de Pan, de Eolo, de la
Victoria, etc., entre los cuales hay uno que es una mala copia de un mal templo
antiguo de Balbek, porque no todo lo que es antiguo es digno de imitación. La
descripción de estos edificios daría una idea muy superior a su mérito, como
sucede en muchas cosas. Estos templos (donde no se encuentran las deidades a
que están dedicados) no son más que unos cenadores cerrados, o gabinetes,
muy reducidos, no mayores que el de la cascada de San Ildefonso, y ni en lo
interior ni exterior de ellos hay cosa notable; sobre todo, su defecto capital es
la pequeñez. Hay además otro edificio, llamado Alhambra (construido por el
gusto morisco), un templo de Confucio, y la gran pagoda (ambos chinescos):
este último, de forma octógona, de cuarenta y nueve pies de diámetro en su
base y ciento sesenta y tres de altura, es el único que merece consideración;
los demás, al lado de la naturaleza magnífica y robusta que los rodea, parecen
juguetes de niños. En una de las calles del jardín se ven unas ruinas
artificiales, cosa mezquina y mal situada. Estos jardines tienen un carácter
melancólico muy notable; terreno igual, y por consiguiente, sin vistas; no hay
fuentes, ni arroyos, ni cascadas, ni estatuas, ni flores. El palacio del Rey no es
más que una casa reducida y sencilla, como pudiera tenerla cualquiera
particular.
El Jardín Botánico, que está contiguo, contiene una exquisita y numerosa
colección de plantas, colocadas en invernaderos muy bien construidos, con
estufas que los calientan por medio de varios tubos, de los cuales uno tiene
ciento cuarenta y cuatro pies de largo. Las plantas exóticas son del Cabo de
Buena Esperanza, de las tierras Antárticas, la China y la América. Uno de los
invernaderos se ha destinado para las plantas de África, particulares por su
forma y extraña magnitud. En el piso del Jardín, al aire libre, están las de los
Alpes y otras montañas; y habiendo formado espacios artificiales con piedras
y tierras de su país natal, o análogas a ellas, se ha conseguido que vivan y
prosperen. Unas y otras están colocadas según las clasificaciones de Linneo.
El profesor que dirige este Jardín es un joven, que podrá tener veinte y cinco
años.
Enfrente de Kew (atravesando el río por un hermoso puente de piedra) está
Brentford, población que consiste en una sola calle, de una milla de largo. Es
pueblo de tránsito, y se hace mucho comercio de granos en él. Buena posada,
con un gran jardín, serenos por la noche (como en todos los pueblos de
Inglaterra), y gran número de coches y carruajes, que continuamente van y
vienen de Londres, de donde dista siete millas; y por seis reales se puede
tomar un asiento de coche, a cualquiera hora que sea, puesto que (además de
los muchos que vienen de más lejos) siempre hay dos o tres a la puerta de la
posada con destino a la capital. Las personas que se acomodan sobre el techo
del coche pagan sólo dos reales y medio.
11
Los ingleses observan rigurosamente el domingo, y tal día es el más triste
de la semana en Londres. Las tiendas están cerradas, no se vende nada por las
calles, desaparece la mayor parte de los coches, no hay teatros ni otro
espectáculo; los que pueden se van desde la víspera al campo; las viejas se
meten en la iglesia a oír el sermón; no es lícito jugar a los naipes, ni bailar, ni
cantar, ni tocar un instrumento. Y ¿qué hace la inmensa población de esta gran
ciudad en tan santos días? Murmurar, putear y emborracharse, porque, al fin,
en algo se han de ocupar, y es (a mi entender) un precepto muy duro decirle a
un hombre: «No trabajes hoy, no te diviertas, no hagas nada.»
12
En 1793 se manifestó al público, por la vigésimaquinta vez, la Academia
de las Artes: no hay que advertir que se da dinero a la puerta; en Inglaterra
nada se ve si no se paga. Hay siete piezas llenas de pinturas; las unas propias
de la Academia, y las otras enviadas allí para que las vean, y las compre el que
quiera. Se imprime todos los años una lista de las obras que se manifiestan,
con los nombres y habitaciones de sus autores: éstos, en el citado año de 93,
llegaban a trescientos noventa, y el número de piezas puestas en las salas a
ochocientas cincuenta y seis. La mayor parte de estas pinturas son retratos; yo
conté hasta trescientos treinta y uno; las otras son vistas, ruinas, países,
marinas, planes de edificios, miniaturas, etc. Hay mucha escasez de cuadros de
gran composición y estudio, y la de modelos y obras de escultura es tal, que no
hay nada que decir de ella. En una palabra, exceptuando media docena de
obras ejecutadas por buenos pintores, donde me pareció que había conocido
mérito, lo demás todo es mezquino, pueril, propio para adornos de gabinete o
cajas de tabaco. Las artes de Inglaterra dependen tanto del tráfico y comercio,
que lo que no se hace para vender por docenas no se hace bien; por eso sus
estampas son tan excelentes, y sus estatuas tan ridículas.
13
En Inglaterra se hace mucho caso de los muertos. No los entierran hasta
cuatro, seis o más días de su fallecimiento; bien que, así en esto como en las
fiestas de toros, es menester que el tiempo lo permita. Durante estos días se
paga o arregla el pago de sus deudas; y aún creo que hay ley para no dar tierra
a nadie hasta que sus acreedores queden satisfechos. En la abadía de
Westminster enseñan el cuerpo de un embajador de España, a quien no han
enterrado por esta causa; y según las trazas, largo tiempo permanecerá
insepulto, ejercitando la elocuencia del cicerone, que diariamente repite su
panegírico.
Cuando muere algún sujeto de conveniencias, se ponen a su puerta dos
personajes alquilones, vestidos de negro de arriba abajo, con sombrero
redondo, y en él rodeada una toca que les cuelga por detrás hasta la mitad de la
espalda, un saco negro encima del vestido, y en la mano un bastón largo con
un atravesaño encima que forma una T, cubierto con un velo o tafetán negro.
La pompa funeral para conducir el cadáver a la iglesia empieza por dos o
cuatro de los citados personajes, que van caminando a paso muy grave y con
semblante dolorido; porque, al fin, para eso se les paga. Sigue después el
muerto en un coche, expresamente construido para tales casos, que consiste en
un cajón largo, cerrado, dentro del cual va el ataúd; sobre la cubierta de este
cajón sirven de adorno seis u ocho plumajes; los caballos llevan penachos y
cubiertas, y el cochero, que va a pescante, su sombrero redondo, sus gasas y su
capa; a los dos lados del coche funeral van cuatro o seis personajes,
semejantes a los ya mencionados, llevando en la mano una especie de cetro o
bastón corto. Siguen detrás dos o tres o más coches, donde van hombres y
mujeres, parientes o amigos del difunto, suponiéndose que todos van de negro;
y de este color son los coches, los plumajes, las cubiertas, los caballos y
cuanto sirve para la pompa fúnebre; a no ser que sea alguna doncella la que se
entierra; que en tal caso (por un envidiable privilegio concedido a la
virginidad) los plumeros, los penachos de los caballos y los tafetanes de los
plañideros son blancos. Ya se ve que esta procesión será muy silenciosa y
obscura: nadie reza, nadie canta, ni nadie lleva una mala cerilla para que el
muerto vea por dónde va. Me acuerdo (entre paréntesis) de haber oído decir a
un cerero de la plazuela de Santo Domingo que a todos los ingleses se les
llevaba el demonio, y ahora caigo en que el cerero tenía razón. Ello es que, sea
como sea, el muerto llega a la iglesia; sacan el ataúd, le colocan en medio de la
nave principal, cubierto con un gran paño negro; los clérigos se apoderan de él
inmediatamente, y después de un breve oficio, le acompañan a la sepultura,
seguidos de toda la gente que hace el duelo.
Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en
coche, sino a caballo en cuatro mozos, alquilados y enlutados a este fin,
siguiendo detrás el duelo pedestre; pero éstos son muertos de poca entidad, y
nadie hace caso de ellos. Volvamos a tratar de los sujetos de forma.
Por si acaso la fama vocinglera no ha clamoreado bastante la infausta
noticia de su fallecimiento, mandan hacer un grande escudo de armas, propias
o usurpadas o inventadas ad libitum (y éstas son las más bonitas), con sus
cartelas y festones de oro y su marco negro, y las colocan en la pared de la
casa del difunto, donde permanecen muchos meses. Si el que murió es el
último de su familia, el fondo sobre que está pintado el escudo es todo negro;
si es el primogénito u heredero inmediato, la mitad del lado derecho es negra,
y la otra blanca; si es la mujer, o algún otro individuo de la parentela, al
contrario. Todo lo cual (como se deja conocer) es sumamente útil a vivos y
difuntos.
El lugar del entierro es, o en las paredes de la iglesia (y esto supone desde
luego urna, escudo, cipreses mustios, reloj de arena y geniezuelos llorones), o
es en el cementerio, donde en cada sepultura ponen una lápida de cuatro dedos
de grueso, una vara de ancho y una y media de alto, colocada verticalmente, y
en ella el nombre, edad y títulos del muerto. A los seis meses ya está la lápida
derrengada; y es de ver en tales parajes ¡cuán presto empieza a burlarse de la
vanidad humana el tiempo destructor! Bien que, si se considera, peor modo de
poner las tales lápidas no pudiera elegirse. Los muertos prudentes, que saben
lo que sucede con los demás, se hacen un sepulcro en toda forma, y le rodean
con vedas para evitar los insultos de los muchachos, que son regularmente los
que más profanan estos lugares de horror.
****
CUADERNO III
1
En una de las principales calles hay una inscripción gigantesca, que coge
toda la fachada de una casa, y dice así:
PRO BONO PUBLICO
JAMES ASHLEY IN 1731
FIRST REDUCED THE PRICE OF PUNCH
RAISED ITS REPUTATION
AND BROUGHT IT INTO
UNIVERSAL ESTEEM.
Que quiere decir, Por, etc., Jaime Ashley, en 1731, bajó el primero el
precio del ponche; levantó su reputación, haciéndolo digno del aprecio
universal.
2
El número de coches de alquiler en Londres será, lo menos, igual al de los
propios. Hay dos clases de coches alquilones (sin contar los de camino): los de
la primera son los que se alquilan por días, semanas, meses, o mayores épocas:
nada hay que decir de ellos, sino que son de lo mejor que se puede pedir, los
de la segunda son los que equivalen a nuestros simoniacos. Éstos están todos
numerados, y llegan a mil: en general, son muy decentes, y sobre todo, muy
cómodos y seguros; los cocheros lo echan a perder, porque muchos de ellos
suelen ir en malísimo traje; tal vez en justillo, y tal vez con un gran camisón
grasiento, que les sirve de sobretodo; pero el honor del que va en el coche no
padece en la opinión pública, por muy indecente que esté el cochero. Estos
coches están repartidos por las calles todo el día, a cortas distancias; luego que
se pide uno, está a la puerta. Se paga según el trecho que andan, y hay una
tarifa arreglada a este fin. Si el cochero quiere exigir más de lo que es justo, no
hay que disputar, se le presenta la mano llena de monedas para que tome lo
que quiera; y si toma algo que exceda al precio establecido, viendo el número
del coche y dando una queja, se le castiga al instante rigurosamente.
3
Pasan de veinte las gacetas que salen cada día en Londres; sólo me acuerdo
de éstas: The Star, The Sun, The Oracle, The Times, Morning Post, Morning
Chronicle, Morning Herald, The Daylli, Public Advertiser, London Gazette,
The Argus, The Courier, Saint James Chronicle, London Packet, Ayre's
London Gazette, Evening Post, The Observer. Cada una de ellas, así por lo
enorme del pliego en que están impresas, como por lo menudo de la letra,
equivaldrá, lo menos, a tres de nuestras gacetas comunes.
Todas ellas son al principio partidarias de la oposición: sus autores
declaman contra el Ministerio, vierten máximas políticas, y proponen medios
de hacer feliz a la patria, zahiriendo cuanto se hace, y afectando el más puro
desinterés. Si alguno de ellos merece protección, la encuentra en alguno de los
muchos hombres poderosos del partido antiministerial; y según las guineas
que recibe el gacetero al cabo del año, así se encarniza más o menos contra los
abusos del actual sistema.
Si realmente hay algún mérito en sus declamaciones, y llega a hacerse
temible, en tal caso le compra el partido opuesto; y no sólo le hacen callar
dándole de comer como al Cerbero, sino que, mudando de plan, se convierte
en panegirista de todo lo que antes abominaba. Algunos hay también que
prueban el primero y segundo medio de acreditarse, y en uno y en otro son
igualmente desgraciados: la resulta es que se acaba la gaceta, y el autor, por
falta de talento e industria, queda reducido a hambre y oscuridad eterna.
Como hay tantos, es increíble lo que ellos trabajan y revuelven para
adquirir la preferencia en la estimación pública, lo que exageran la puntualidad
de sus corresponsales en las demás cortes de Europa, y lo que cada uno de
ellos se lisonjea cuando logra dar una noticia, sea la que fuere, un par de horas
antes que sus competidores. Es verdad que tal vez se atropellan un poco, y el
deseo de adelantarse les hace dar por hecho lo que no ha sucedido todavía, ni
acaso sucederá jamás.
Estos papeles contienen, por lo general: primero, las comedias que se
representan aquel día; segundo, los demás espectáculos; tercero, abertura de
diversiones y curiosidades; cuarto, libros nuevos, suscripciones, etc.; quinto,
píldoras, parches, bebidas y otros remedios nuevamente descubiertos; sexto,
ventas; séptimo, noticias de la Corte; si vino el Rey de Windsor, si recibió
visitas, y quiénes fueron los que le visitaron; si la Reina está mejor de los
callos; si el Duque de York almorzó en la casa de campo, y volvió a Londres a
las tres y media, etc.; octavo, gracias del Rey, títulos de baronetes, etc., etc.;
noveno, noticias políticas y militares de los reinos extranjeros; décimo, sesión
y debates de las dos Cámaras, con todos los discursos que en ellas se han
dicho; undécimo, noticias de varias partes del Reino, anécdotas particulares,
sentencias contra tales o tales reos, etc.; duodécimo, elogios, críticas o versos
sobre los espectáculos, o el mérito de alguna pieza nueva o de algún actor,
decimotercio, acomodo de criados, ayos, maestros de lenguas, etc., etc.
Luego que cada papel de éstos sale de la prensa, se desata una multitud de
muchachos, que van corriendo por las calles, tocando de rato en rato una
bocina, y anunciando el nuevo papel con las noticias más interesantes que
contiene.
A mediados del año de 1793, el intitulado The Times era el más abatido,
lamerón y empalagoso adulador del Ministerio, y el Courier el más acérrimo
apóstol de la oposición; ya debe inferirse que éste era el más moderno de todos
ellos.
Además de los referidos (que son diarios), hay otros que sólo salen una o
dos veces a la semana, y otros cada mes, que son a modo de Mercurios.
Continuamente se están mordiendo los unos a los otros. Si alguno dio una
noticia falsa, luego se le echan encima todos los demás, le burlan y
escarnecen, y procuran desacreditarle por todos los medios posibles. Esto les
hace bastante contenidos; y aunque realmente no todo cuanto se anuncia en
esos papeles es el Evangelio, sorprende, en verdad, el considerar cómo llegan
a procurarse unos sujetos particulares tal multitud de noticias, las más de ellas
exactas, y en tan breve tiempo, lo que supone una suma diligencia en la
adquisición de papeles, correspondencias extranjeras, prontitud en los correos,
y una celeridad en la impresión, que ciertamente admira. Igualmente se leen en
Londres, con un día o dos de atraso, cuantas gacetas se publican en las demás
ciudades del reino.
4
Quise haber hecho un largo artículo acerca de la pronta comunicación que
hay de unas provincias a otras, y la multitud de gentes que continuamente
viajan, atendida la bondad de los caminos, las comodidades de coches y
posadas, y la necesidad urgente que tienen de pasar de unos pueblos a otros
gentes a quienes la industria, el comercio, o el deseo de variar sus placeres,
mantiene en un continuo movimiento; pero creo haber hallado un medio de
reducir a menos palabras esta materia. El día 13 de Julio de 1793 vi pasar por
mi calle, una de las principales de la ciudad, desde las siete a las ocho de la
tarde, veinte y siete coches de camino, que unos salían de Londres y otros
llegaban, llenos de gente. Multiplíquese este número, poco más o menos, por
todas las horas del día y por todas las calles principales de Londres, y no podrá
menos de causar la mayor admiración. Adviértase que en aquel día no hubo
motivo alguno extraordinario, y que todos los días del año sucede lo mismo.
5
La primera voz humana que se oye por las calles de Londres, luego que
amanece, es la de los judíos, que en gran número empiezan a correr toda la
ciudad, gritando si hay quien venda vestidos viejos. Sus caras, sus barbas, su
ademán, su traje asqueroso, la voz lúgubre con que pregonan, todo anuncia en
ellos la sordidez, la mala fe, la mohatra, la avaricia. No hay cosa que no
compren y que no vendan, ni cosa en que no quede engañado el que trata con
ellos. Este es su oficio: engañar, mentir, esto hacen los que he visto en Bayona
y en el Condado de Aviñón, y esto hacen generalmente cuantos hay repartidos
por Europa. Ha sido un problema muy disputado saber si los judíos son tan
canallas porque los gobiernos que los toleran los han reducido a este estado de
abatimiento, o si nace este mal de ellos mismos; si es su religión, su
educación, sus costumbres privadas, la causa verdadera. Se ha dicho también
que donde los traten como a los demás ciudadanos, sin oprimirlos ni
molestarlos, procederán como los demás, y serán honrados y fieles, sin dejar
de ser industriosos. Pero ¿quién persigue a los judíos de Londres? ¿Quién les
quita los medios lícitos de su fortuna? ¿Quién les prohíbe la aplicación a las
artes, a la agricultura, al comercio? O ¿quién les cierra el paso, para que no
puedan adquirir los conocimientos más sublimes de las ciencias? Pues en
Inglaterra, donde no se les marca, como en otras partes, donde no se les
encierra en barrios, donde nadie disputa con ellos de creencia; en fin, en una
nación en que las artes, el tráfico, la industria, la agricultura, las ciencias han
llegado a un punto de perfección admirable, y donde todo hombre halla abierto
el paso en cualquiera de estas carreras para su fortuna y su gloria, los judíos se
ocupan en comprar camisas, calcetas y zapatos viejos, en coser y zurcir los
harapos más asquerosos, venderlos por nuevos, y, en suma, ejercer un
comercio de basurero con tanto dolo, que no hay cosa que ellos vendan que
dure media hora sin deshacerse o inutilizarse. Esto, y las usuras escandalosas,
su avaricia, su asquerosidad, su abatimiento indigno, y los demás vicios que
por necesidad acompañan a este género de vida, les hacen odiosos, aquí como
en todas partes, y disculpa el horror con que el vulgo de otras naciones oye su
nombre.
****
CUADERNO IV
1
Teatros materiales de Londres
Tres son los principales teatros de esta ciudad; todos tienen el título de
Reales, y el Rey y su familia asisten muchas veces en el año a las
representaciones que se dan en ellos; el primero es el que se llama
vulgarmente de la Ópera, y está en la calle de Hay Market.
El segundo, el pequeño teatro de Hay Market, enfrente del anterior.
El tercero, el de Covent Garden, situado en la plaza de este nombre.
El de la ópera es el más grande de todos, y tanto, que más parece haberse
construido con la idea de recoger en él mucha gente, que con la de que pudiese
gozar cómodamente de la representación. Detrás de la orquesta se extiende
una gradería que llaman el pitt (patio); alrededor hay varias órdenes de palcos,
interrumpida la más alta de ellas (como sucede en los teatros de Madrid con la
tertulia) por una gradería muy espaciosa, que da enfrente de la escena, y en
ella se acomoda el bajo pueblo, por ser lo más barato; los aposentos
(exceptuando algunos pocos inmediatos al teatro) se alquilan por asientos;
están abiertos para todo el que quiera entrar en ellos, y durante la
representación puede mudar de puesto el que quiere, como sucede en los
teatros de Francia. Los otros dos tienen, poco más o menos, la misma
distribución, con la diferencia de que en ellos se interrumpe también el primer
piso de los aposentos con una gradería que cuasi es una continuación del patio,
semejante por su situación a la cazuela de los teatros de Madrid, aunque no tan
espaciosa.
El de Covent Garden, aunque más pequeño que el de la ópera, está mucho
mejor proporcionado que aquél, más cómodo y mejor dispuesto, y, a mi
entender, es el menos malo de Londres. Estos dos tienen cada uno dos salas
con sus chimeneas, donde los espectadores van a pasearse y hacer tiempo en
los entreactos e interrupciones del espectáculo; pero en ninguna de estas
piezas hay gusto ni magnificencia; en ninguna he visto (como sucede en París)
inmortalizados en mármoles aquellos célebres autores dramáticos que
ilustraron a la nación con sus escritos.
Shakespeare, Congrave, Dryden, Otway, Vicherley, no han logrado una
estatua ni un monumento en estos santuarios de las Musas, donde tantas veces
se representan sus obras con aplauso y entusiasmo público. El espíritu de
avaricia sórdida, que preside a la administración de los teatros ingleses, no ha
podido concebir esta idea de generosidad y de justo reconocimiento a la
memoria de tan grandes hombres.
El pequeño teatro de Hay Market es de lo peor que he visto: la forma de la
sala es un cuadrilongo; las escaleras y pasillos son tan estrechos, que apenas
caben dos personas de frente por ellos, y al abrirse las puertas de los palcos,
quedan atajados enteramente; no tiene piezas accesorias para el uso del
público; todo él es de madera, escaleras, pisos, techos, paredes y divisiones;
todo es pobre, mezquino, incómodo, indigno de una corte como la de Londres,
y nada proporcionado a disculpar la vanidad inglesa, que juzga de buena fe
que todo lo de este país es lo mejor del mundo. El teatro de la Cruz de Madrid,
tan justamente criticado, es cosa excelente si se compara con el pequeño de
Hay Market. Ni éste ni los dos otros pueden competir en nada con los buenos
de Francia.
Cuando asiste el Rey con su familia, se pone un dosel o colgadura en el
aposento que ocupa, y en lo restante del año se alquila al público, como todos
los demás.
Nadie preside por parte del Gobierno a los espectáculos: esto se mira como
contrario a la libertad. Las puertas se guardan con centinela; pero dentro de la
sala no hay ninguna.
El modo con que se iluminan las salas de espectáculo es muy malo:
consiste en una multitud de arañas de cristal, colocadas de trecho en trecho,
pendientes de unas palomillas, fijas en los postes de los aposentos o en su
antepecho. Resulta de aquí, en primer lugar, demasiada luz en la sala, que
amenora y destruye la del teatro, y confunde el efecto que debería producir el
claro y obscuro de las decoraciones; en segundo, la incomodidad que produce
a los asistentes la multitud de llamas y los reflejos de los cristales, que les
hieren la vista por todas partes; y en tercero, el calor y el humo que reciben los
que están en los aposentos, teniendo debajo, a una vara de distancia, las luces
de las arañas. En Francia alumbran las salas del teatro con una grande araña,
que forma un círculo de luces, pendiente en medio del techo y muy alta,
evitándose de esta manera todos los inconvenientes que se acaban de expresar.
Los precios de entrada son: en la gradería alta, que se ha dicho estar
colocada como nuestra tertulia, 10 rs.; en el patio, 15; en los aposentos, 30. A
mitad del espectáculo, cuando regularmente se ha concluido ya la primera
pieza, se admite segunda entrada, pagando la mitad de los citados precios.
En la ópera Italiana son mayores los precios: el asiento del patio cuesta 52
rs.; y los demás en proporción, según se ha dicho ya.
No hay divisiones en los teatros de Londres para hombres y mujeres, como
en España; todos están mezclados, a la manera que sucede en Francia: no
resultan de aquí desazones ni escándalos; y, al contrario, se evitan los
gravísimos inconvenientes que diariamente se verifican en Madrid por esta
ridícula separación.
La duración del espectáculo suele ser de cuatro horas y media, y muchas
veces más. La gente de los palcos puede mudar de asiento, como ya se ha
dicho, salir y entrar y pasearse en los intermedios; pero la del patio y graderías
carece de este beneficio; y como, por otra parte, acude con anticipación para
coger puesto, resulta que están con una paciencia septentrional, que admira,
cinco o seis horas sin moverse del asiento; que, a la verdad, es demasiada
diversión.
No merece grande elogio la policía de los teatros de Londres: el populacho
de esta capital (que puede apostárselas en ferocidad e ignorancia al primero en
Europa) tiene facultad, por el dinero que da a la puerta, de gritar, cantar,
alborotar, aporrearse, y no dejar en quietud a lo restante del auditorio. Esto es
muy frecuente: si la gradería alta se empeña en que no se ha de oír la comedia,
no hay quien lo estorbe. Asistí a una de Shakespeare, que el pueblo decente
veía con gusto; pero se había anunciado por fin de fiesta una pantomima, en
que Arlequín, favorecido de una hechicera, grande amiga suya, debía hacer
maravillas: por consiguiente, el vulgo más zafio y tumultuoso acudió al
reclamo; empezó a vocear así que se alzó el telón; y haciéndosele siglos los
instantes que tardaba en salir la bruja, no dejó entender una palabra de todo el
drama. Es verdad que luego que la vara mágica de la Madre Shipton comenzó
a destruir las leyes eternas de la naturaleza, calló de repente, y admiró con
profundo silencio aquel ridículo espectáculo, hasta que se verificó el feliz
consorcio de Colombina y Arlequín.
También se cree con suficiente autoridad (y tiene motivo de creerlo,
porque nunca se le resiste) para hacer repetir una o más veces a los actores
cualquier trozo de música que le cae en gracia. He visto muy a menudo la
crueldad con que suelen obligar a una actriz a repetir inmediatamente un aria
de muy difícil ejecución que acaba de cantar, y como si el haberla
desempeñado bien por la primera vez fuese un delito, castigarla con que
vuelva de nuevo a hacerlo. ¡Triste de la que resista un poco a estas órdenes, o
lo haga de mala gana! La hundirán a silbidos, estará expuesta cada vez que
salga al teatro, o acaso la obligarán a abandonarle.
Tiene igualmente facultad para pedir que salgan los actores a cantar alguna
canción o coro de los que más le gustan, y esto lo pide con tales voces, patadas
y estrépito, que es necesario servirle al instante, aunque no haya disposición de
hacerlo. No es de omitir que muchas veces el Gobierno se vale de esta gente, a
quien paga la entrada de la comedia, para que aplaudan ciertos pasajes, o pida
canciones que tengan alusión a las circunstancias del día y sean favorables al
partido ministerial. El 1792 y principios del siguiente año, el pueblo hacía
repetir dos o tres veces cada día el coro de God save the King.
En los teatros ingleses no hay apuntador como en los nuestros; los actores
que salen a las tablas bien pueden haber estudiado su papel, porque no tienen
otro auxilio que el de los traspuntes de los bastidores, los cuales en la mayor
parte de las situaciones quedan muy distantes, para que deban contar con ellos.
Esto les hace aplicarse a tomar de memoria lo que han de decir, y puedo
asegurar que de cuantas veces asistí al teatro, jamás noté la menor
equivocación.
Los actores ingleses destinados a desempeñar los principales personajes de
la tragedia, parece que los han escogido cuidadosamente, altos, bien
dispuestos, de heroica presencia, para producir toda la ilusión que es tan
necesaria al teatro. Aquiles, Orestes, Fedra o Clitemnestra no debieron ser ni
más bien hechos, ni de más gigantescas y bellas formas que los actores y
actrices que los representan en Londres. Cuán útil sea esto a la verosimilitud y
dignidad de tales espectáculos podrá conocerlo el que reflexione la ridícula
figura que hacen el Mayorito, Juan Ramos, Ruano o la Juana, representando a
Hernán Cortés, Agamenón o la gran Semíramis.
Poco hay que decir acerca de los trajes, aparato, acompañamiento y
decoraciones. En todos estos artículos se hallan muy inferiores a los teatros de
Francia. Los trajes son decentes, pocas veces de buen gusto, y muchas
impropios de las naciones o siglos a que se refieren. Las tragedias de Venecia
salvada y La esposa de luto las visten a la moderna: prueba de la poca atención
que se pone en un requisito tan necesario a la ilusión dramática. Los antiguos
trajes nacionales los imitan bien, como es natural. El aparato nada tiene de
particular, muchas veces es indecente y pobre, pero siempre superior al de los
teatros españoles de Madrid. El acompañamiento es numeroso cuanto es
necesario que lo sea; las decoraciones, de un mérito regular, con poca
novedad, osadía ni belleza en la invención. En este género nada he visto
comparable a las de la ópera de París.
En la representación de las batallas añaden una circunstancia muy
necesaria, que nunca se practica en Madrid, y es la vocería confusa de los
combatientes, que unida al ruido de las armas, produce un buen efecto. Pero lo
echan a perder cuando durante la batalla tiene que hablar alguno de los
personajes sobre el teatro: entonces cesa de repente todo el estrépito, y vuelve
de nuevo cuando el actor acabó lo que tenía que decir, y esto, en verdad, es no
menos inverosímil que ridículo. Podrían lograrse ambos fines si el rumor de
las armas y voces (sin dejar de continuarle) se figurase a mayor o menor
distancia; y siendo más sordo, cuando lo exigiera la ocasión, daría lugar a que
fuesen oídas las personas que hablan en la escena, sin el inconveniente que
resulta de interrumpirle.
2
Declamación y canto
No hay escuela de declamación teatral en Inglaterra, como la hay en
Francia: así no es mucho que este arte se halle no muy adelantado entre los
ingleses. Imítanse los actores unos a otros; pero faltando un plan constante,
apoyado en sólidos principios que los dirijan: tal vez se admiten a la carrera
del teatro los menos aptos para ella, o tal vez los modelos de imitación que
eligen son defectuosos. Esto no impide que alguna vez se hayan visto hombres
dotados de un talento y disposición particular para este ejercicio, que han
aprendido sin otro maestro que la naturaleza misma (felicidad concedida a
pocos), y que, sin dejar sucesores dignos, han sido, por algún tiempo, la
admiración de Londres: así como en España, donde se ignora qué cosa es
buena declamación, se ha visto, no obstante, una Ladvenant, una Carreras, un
Chinitas y un Espejo.
Garrick fue por muchos años las delicias de esta nación, y no se repite su
nombre sin elogios por todos los que tienen algún conocimiento del teatro.
Entre los que hoy viven no puede citarse sin alabanza justa a Mrs. Siddons,
actriz de un mérito singular, particularmente en el género trágico. Una
presencia heroica, un rostro expresivo, capaz de cualquier afecto, una voz
llena, dócil a toda inflexión, grande inteligencia y oportunidad en las
aspiraciones, perfecta imitación del llanto y del gemido, sensibilidad, nobleza
en la acción y movimientos, conocimiento exquisito de las situaciones que
finge, no menos cuando habla que cuando escucha; tales son las prendas
teatrales que he admirado en ella.
Exceptuando a ésta (que es en efecto una excepción de todos los demás),
diré lo que pienso en general acerca de la declamación y el canto.
Antes de todo, es necesario advertir que no se representa tan mal como en
España: los defectos de los cómicos ingleses me han parecido menos absurdos
que los de los nuestros; en cuanto a presunción de hacerlo bien, allá se van
todos.
No he notado que en la representación de las tragedias se haga estudio
particular de los grupos y actitudes. La acción con que se acompañan la voz,
aunque no disparatada, es por lo común insignificante, acompasada y
monótona; los ademanes y el paseo, muy distantes de aquel noble decoro que
debe caracterizar a los semidioses trágicos. Todos los actores, por lo común,
gastan un cierto contoneo afectado y fantástico, que antes excitan con él la
idea de un soldado fanfarrón, que la de ninguno de los héroes inmortalizados
en la historia. Tampoco hallé, ni en las inflexiones de la voz, ni en el gesto,
cosa que mereciese particular alabanza.
Lo que se ha dicho sobre la representación trágica debe entenderse también
acerca de la comedia afectuosa y noble.
En la farsa tienen más mérito: figura, gesticulación, trajes, movimientos,
posiciones ridículas, todo contribuye a lograr el fin que se proponen, de excitar
(por cualquiera medio que sea) la risa del público; y en un teatro donde es
harto escasa la delicada gracia cómica de Tartuffe es necesario acudir con
frecuencia al saco de Scapin. Lo que son las caricaturas respecto de la pintura
en el género gracioso, eso mismo es la representación de las farsas respecto de
la buena comedia. Todo es en ella excesivamente recargado, todo pasa los
límites de la naturaleza y verosimilitud dramática, todo hace reír por un
instante, dejando sólo en los espectadores de gusto el arrepentimiento de
haberse reído. Fácil es de inferir que estos mamarrachos serán las delicias del
vulgo inglés; pero, como quiera que la buena comedia no está demasiado
conocida en esta nación, debe advertirse que no es sólo el vulgo el que se
entretiene y deleita con ellos.
Lo que se canta en los teatros de Inglaterra se reduce a ciertas arietas o
canciones alegres, de gusto nacional; ni imagino proporcionada esta lengua, ni
la medida de sus versos, para aquella sublimidad patética que se admira con
razón en la música de los italianos. Tal vez suelen querer apartarse de este
género gracioso, y en mi opinión lo yerran: el recitado inglés ha sido siempre
insufrible a mis oídos; no sé si a otro que no sea inglés le será agradable. He
observado que sus arias nobles y afectuosas tienen todas un carácter monástico
y lúgubre, más apto para conciliar el sueño o conducir un cadáver al sepulcro,
que para inflamar al oyente con la imitación de las agitaciones del ánimo. Los
franceses en su música heroica aúllan como desesperados; los ingleses parece
que entonan antífonas en un coro de benedictinos.
Dejando, pues, a una parte la música de los semidioses (que no parece
concedida a las lenguas septentrionales), diré solamente que las arias y
canciones que mezclan los ingleses en sus piezas cómicas, y tal vez en las
pantomimas, son por lo común de un estilo fácil, gracioso y alegre; y éstas,
ejecutadas con chiste nacional, tienen mucho mérito a los ojos de cualquier
extranjero desapasionado: yo las compararía con las tiranas y seguidillas del
teatro español, si no reconociera más inteligencia música en la ejecución de
los actores ingleses. Entre varias actrices de habilidad en este género merece
elogio Mrs. Bland por la gracia y viveza natural de su canto, y Mrs. Storace
por la delicadeza y sensibilidad con que expresa los afectos más tiernos,
dotada al mismo tiempo de una voz sumamente grata al oído. Los ingleses no
han prostituido todavía su teatro, admitiendo capones en él, ni envidian esta
gloria a Italia, satisfechos con las voces enteras, sonoras y masculinas de sus
cantores. ¡Italia, que aunque degollase en un día todos sus Narsetes, sería
siempre la maestra de la buena música entre las naciones de Europa!
3
Historia del teatro en Inglaterra, extractada de la introducción que precede
a la obra intitulada Biographia Dramatica, or a companion to the Play House.
Londres, 1782
Se cree generalmente que el teatro inglés empezó más tarde que el de las
naciones vecinas; pero los que sostienen esta opinión se admirarán acaso al oír
hablar de espectáculos dramáticos tan antiguos como la conquista; sin
embargo, no hay cosa más cierta, si quiere darse crédito a lo que dice un
honrado monje, llamado Guillermo Stephanides, o Fitz Sthephen, en su
Descriptio nobilissimae civitatis Londoniae, donde escribe: «Londres, en vez
de las farsas ordinarias propias del teatro, tiene dramas de un asunto más
santo; representaciones de los milagros que los santos confesores obraron, o de
los sufrimientos en que la gloriosa constancia de los mártires se manifiesta.»
Este autor era un monje de Canterbury, que escribió durante el reinado de
Enrique II, y murió en el de Ricardo I, año 1191; y como no hace mención de
aquellas representaciones como cosa nueva para el pueblo, sino que va
describiendo las que comúnmente se usaban en su edad, difícilmente
podremos fijar su principio después de la conquista. Y ésta es, a nuestro
entender, la data más antigua que ninguna otra nación de Europa podrá
producir acerca de sus representaciones teatrales.
Cerca de ciento cuarenta años después, en el reinado de Eduardo III, se
mandó, por acto del Parlamento, que una compañía de hombres, llamados
vagrants (vagabundos), que había hecho máscaras en la ciudad de Londres,
saliese prontamente de ella, a causa de haber representado cosas escandalosas
en las tabernas y otros parajes, donde el populacho se juntaba. Ignoramos de
qué naturaleza fuesen estos escándalos, si deshonestos y obscenos, o impíos y
profanos; pero es más natural creer lo primero, por cuanto la voz máscara tiene
mal significado, y no es de creer que en su infancia fuesen mejores de lo que
son hoy día.
Poco después de este período se hizo muy común en toda Europa la
representación de los misterios, pero de un modo tan estúpido y ridículo, que,
en particular las piezas sacadas del Nuevo Testamento, más parecían ser
compuestas para aumentar el libertinaje y la incredulidad, que para otros fines.
Es muy probable que los actores arriba mencionados fuesen de las clases que
llamaban mummers (enmascarados), que acostumbraban a vagar por las
provincias, vestidos de un modo antiguo; bailaban y hacían posturas difíciles y
actitudes míticas. Esta costumbre dura todavía en algunas partes de Inglaterra;
pero antiguamente fue tan general y distraía tanto de sus ocupaciones al
pueblo, que se tuvo por muy perniciosa; y como estos mummers iban siempre
enmascarados y disfrazados, cometían con demasiada frecuencia excesos,
deshonestidades y delitos. No obstante, malos como eran, ellos parecen haber
sido el verdadero original de los cómicos de Inglaterra: su excelencia consistía
(y aún hoy día es una parte del mérito de sus sucesores) en la mímica y gracia
natural.
En un acto del Parlamento, expedido el cuarto año del reinado de Enrique
IV, se hace mención de ciertos wasters (ladrones), master-rimours, minstrels
(músicos de violín), y otros vagabundos, que infestaban el país de Wales; y se
manda por él que ningún master-rimour, minstrel, ni otro vagabundo, sea
favorecido en aquella provincia para pedir por los pueblos de ella. No
podemos asegurar quiénes fuesen estos master-rimours, que tan incómodos
fueron, especialmente en Wales, si ya no es que fuesen algunos degenerados
descendientes de los antiguos bardos...
Cuando los master-rimours se fijaban en un paraje para representar en él,
hacían publicar esta noticia por diez o doce leguas en contorno, y esto sucedía
frecuentemente, según se infiere por la descripción de Cornwall, escrita por
Carew, en tiempo de la Reina Isabel, el cual, hablando de las diversiones del
pueblo, dice: «El Guary Miracle (en inglés pieza de milagro) es una especie de
farsa sacada de algunos pasajes de la Escritura. Para la representación hacen
un anfiteatro en un campo abierto, cuyo diámetro total tendrá unos cuarenta o
cincuenta pies. La gente del país, y aun de muchas millas de distancia, se junta
de todas partes a ver este espectáculo, donde se hace uso de diablos y
tramoyas para agradar no menos a los ojos que a los oídos.» Mr. Carew no fue
tan exacto que nos informase del tiempo en que estas piezas de Guary Miracle
se representaban en Cornwall; pero el mismo género de ellas puede inferirse
que el uso era muy antiguo.
El año de 1378 es la data más remota en que hayamos podido hallar hecha
mención de la representación de misterios en Inglaterra. En este año, los
estudiantes de la escuela de San Pablo presentaron una petición a Ricardo II,
suplicándole «que prohibiese al pueblo ignorante representar la Historia del
Antiguo Testamento, con gran perjuicio de la citada clerecía, que tenía hechos
grandes gastos para representarla en la Pascua de Navidad.» Cerca de doce
años después, esto es, el de 1390, los curas de las parroquias de Londres, se
dice haber representado farsas en Skinner's Well, el 18, 19 y 20 de Julio; y en
1409, el décimo año de Enrique IV, representaron en Clerkenwell (Pozo de los
Clérigos), que tomó su nombre de la costumbre de representar farsas allí los
curas de las parroquias, una farsa que se repitió por ocho días consecutivos, en
la cual se trataba de la creación del mundo, y asistió a verla la mayor parte de
la nobleza y caballeros del Reino. Estos ejemplos son suficientes a probar
cuán temprano empezó entre nosotros la representación de los misterios, si
bien no puede asegurarse con certeza cuánto tiempo duraron...
En los misterios se representaban de una manera inanimada algunas
historias milagrosas del Viejo y Nuevo Testamento; pero en las moralidades,
que siguieron después, donde se personificaban las virtudes, los vicios y los
afectos del ánimo, ya se empezó a ver algún artificio en la fábula, un fin moral
y algo de poesía. En estas moralidades se trataban frecuentemente cuestiones
religiosas; y no es de admirar que en aquel tiempo, en que todos trataban de
estas materias, emplease cada uno de los partidos todas sus artes para hacer
valer sus opiniones. Si ahora estuvieran en uso las moralidades, todo cuanto en
ellas se dijese recaería sobre la política. La nueva costumbre (The new
custom) fue ciertamente introducida para promover la reforma. Cuando se
renovó, en el reinado de la Reina Isabel, y en los primeros tiempos de la dicha
reforma, era tan común a los partidarios de las antiguas doctrinas (y acaso
también a los de la nueva) el sostener e ilustrar sus opiniones por medio del
teatro, que en el año vigésimocuarto del reinado de Enrique VIII se halla un
acto del Parlamento, dirigido a promover la verdadera religión, por el cual se
prohíbe a todos los rimors o cómicos el cantar en canciones o representar en
farsas cosa alguna contraria a las doctrinas nuevamente establecidas.
Era muy común en aquel tiempo representar estos dramas morales y
religiosos en casas particulares, para la edificación, aprovechamiento y
diversión de las familias acomodadas. A este fin estaban dispuestas las salidas
del drama de tal modo, que cinco o seis actores podían representar veinte
personajes distintos...
Puede decirse que la musa dramática despertó cuando, encaminándose a la
verosimilitud, no sin gracia e ingenio, comenzó a divertir con las antiguas
farsas. Por ellas merece el primero, si no el más eminente lugar, Juan
Heywood, el epigramatista bufón de Enrique VIII, que vivió hasta principios
del reinado de la Reina Isabel.
Generalmente tenemos por nuestra primera comedia la pieza intitulada
Grammar Gurton's Needle, compuesta por Juan Still, que después fue obispo
de Bath y Wells, impresa, la primera vez, en 1575. Apareció poco después de
las farsas: toda ella está escrita con mucha fuerza cómica, y no carece de
naturalidad, aunque afeada con obscenidades indecentes.
Entonces empezaron ya a aparecer los poetas dramáticos, y a enriquecer el
teatro con sus escritos. Enrique Parker, hijo de Guillermo Parker, se dice haber
compuesto algunas tragedias y comedias en el reinado de Enrique VIII, y Juan
Hoker, en 1535, escribió una comedia intitulada Piscator or the Fisher caught
(El Pescador pescado). Mr. Ricardo Edwards, que nació en 1523, y a
principios del reinado de la Reina Isabel fue nombrado maestro de los niños de
la Capilla Real, fue un excelente músico y buen poeta, y escribió dos
comedias: la una intitulada Paloemon and Arcite, en cuya representación se
imitó tan perfectamente el ladrido de los perros de caza, que la Reina y todo el
auditorio quedaron sumamente complacidos; la segunda, intitulada Damond
and Pithias, o Los dos amigos más fieles del mundo. Por el mismo tiempo
florecieron Tomás Sackville y Tomás Norton, autores de Gorboduc, la primera
pieza dramática inglesa de alguna consideración (impresa en 1590).
Putthenham, en su Arte de la Poesía, escrito en el reinado de la Reina
Isabel, dice: «Yo creo que en la tragedia, el lord Buckhurst (esto es, Tomás
Sackville) y Mr. Edward Ferrys merecen el más alto elogio, según lo que he
visto de ellos; el conde de Oxford y Mr. Edward, de la Capilla de S.M., por lo
que toca a la comedia y farsa.» El mismo escrito dice en otra parte: «Pero el
mejor autor en esta profesión (de poesía) es, en el día de hoy (esto es, en
tiempo de Eduardo VI), Mr. Edward Ferrys, escritor de no menor donaire y
felicidad que Juan Heywood, pero de mayor inteligencia y sublimidad en el
metro: y así, lo más que escribe para el teatro son tragedias, y algunas veces
comedias o farsas, con lo que divierte tanto al Rey, que por ello adquiere muy
buenas recompensas.» Es sensible que no se conserve obra ninguna, ni aun los
títulos de las que compuso este Eduardo Ferrys, escritor tan célebre en aquella
edad.
Siguió a éstos Juan Lillie, ingenioso y célebre autor, que perfeccionó
mucho el lenguaje inglés con su novela intitulada Euphues and his England, o
La anatomía del ingenio, de la cual obra dice el editor de sus comedias:
«Nuestra nación le es muy deudora, por el nuevo inglés que la enseñó con su
Euphues and his England. Todas nuestras damas se hicieron entonces sus
discípulas, y una señora de la Corte que no supiese hablar Euphuismo era tan
poco estimada como la que ahora no sepa el francés.» Hemos visto esta
novela, tan aplaudida por su invención, que tan de moda se hizo en la corte de
la Reina Isabel y que tan notable alteración introdujo en el idioma; y no es otra
cosa que una impropia y afectada algarabía, en la cual el perpetuo uso de las
metáforas, alusiones, alegorías y analogías se ha llamado ingenio, y la
estudiada hinchazón, lenguaje. Esta obra absurda infestó la corte de la Reina
Isabel, en cuyo tiempo se habían escrito los mejores modelos de estilo y
composición que tenemos, y el siguiente reinado se sufrió y llegó a admitirse
generalmente este despreciable pedantismo de locución: tanto puede el más
ridículo instrumento cuando, desviándose de la naturaleza, se propone
adelantar sobre su sencillez.
La tragedia y la comedia, que entonces empezaron a levantar cabeza, no
hicieron otra cosa por algún tiempo que culteranizar y aturdir, y se prueba
cuán imperfectas fuesen en todas sus partes por una excelente crítica que
publicó Felipe Sidney contra los escritores de aquel tiempo.
No obstante, parece que había en ellos disposición suficiente para hacerlo
mejor, según los esfuerzos que hicieron para dar más forma a sus piezas,
adornando algunas con apariencias mudas, otras con coros, e introduciéndolas
y explicándolas otras veces por medio de un interlocutor, pero ignoraban lo
esencial del arte, y se quedaron muy distantes de la perfección. Como quiera
que sea, aun con todos los defectos que en ellas había, nuestros progresos en la
dramática eran superiores, por aquel tiempo, a los que entonces habían hecho
nuestros vecinos los franceses. Los italianos, que habían empezado muy
temprano a traducir las mejores obras de la antigüedad en este género, se
hallaban ciertamente mucho más adelantados; pero, exceptuando éstos, nos
hallábamos, a lo menos, iguales con las demás naciones de Europa.
A esta época (como sucedió en Francia mucho después) nació en Inglaterra
y adquirió perfección el verdadero drama, por el genio creador de
Shakespeare, Fletcher y Jonson, autores tan conocidos ya entre nosotros, que
nada puede añadirse acerca de ellos, que no sea superfluo...
La primera compañía de cómicos de que tenemos noticias es la que se
formó en virtud de privilegio concedido en 1574 a Jaime Burbage y otros
criados del Conde de Leicester. Consta que en 1578 representaron los coristas
de San Pablo piezas dramáticas, y cerca de doce años después de esto, se dice
haber representado misterios los curas de las parroquias de Londres en
Skinner's Well. Se ignora cuál de estas dos compañías existió primero; pero,
como se hace mención de la de los coristas de San Pablo antes que de otra
alguna, no podemos menos de reputarla por la más antigua. Lo cierto es que
los misterios y moralidades fueron representados por estas dos asociaciones
eclesiásticas, muchos años antes que apareciese ninguna otra compañía
formal, y los coristas de San Pablo continuaron representando por mucho
tiempo las tragedias y comedias, que después empezaron a usarse.
Se cree generalmente que la primera compañía arreglada y formal que se
estableció fue la de los jóvenes músicos de la Capilla Real, a principios del
reinado de la Reina Isabel, de la cual fue director Mr. Ricardo Edwards, ya
mencionado. Algunos años después, en que ya el teatro había adquirido más
jocosidad, se estableció otra compañía, bajo la denominación de The Children
of the Revels (Los Niños de la diversión). Éstos y los de la Capilla Real se
hicieron muy famosos; todas las piezas de Lillie, muchas de Jonson y otros
fueron primeramente representadas por ellos: el concurso y la estimación que
obtuvieron fue tal, que los comediantes ordinarios no pudieron verlo sin
envidia, como se infiere claramente por una escena de Hamlet. Lo cierto es
que sirvieron de excelente escuela para el teatro, y muchos de los actores que
en lo sucesivo adquirieron gran celebridad, se educaron e instruyeron con
ellos.
Desde el año de 1570 hasta el de 1629, cuando se acabó el teatro de White
Friars, se levantaron diez y seis teatros en Londres, como se deduce por los
frontispicios de muchos de los antiguos dramas. Las compañías de cómicos
eran en proporción al crecido número de teatros que tenía entonces esta
capital.
Además de las dos de que ya se hizo mención, la Reina Isabel, a instancia
de Francisco Walsingham, estableció otra, formada de doce de los principales
cómicos de aquel tiempo, con abundantes sueldos y bajo el título de
Comediantes y criados de S.M. Pero, sin tratar de éstos, muchos señores tenían
compañías de cómicos, que representaban, no sólo privadamente en sus
palacios, sino públicamente también, bajo su autoridad y protección.
Concuerda con esto la relación de Stow, en que se dice: «Los cómicos
antiguamente estaban asalariados por los señores, y nadie sino ellos tenía
privilegio de representar así en tiempo de la Reina Isabel muchos nobles
tenían criados y pensionados en su casa, que ganaban su vida con este
ejercicio. El Lord Almirante los tenía, como también el Lord Stange, y
representaban en la ciudad de Londres. Era muy común la supresión de estas
compañías, por las quejas que de ellas daban todos los caballeros, a causa de
las indecencias e injurias que decían en las comedias. Así fue que un Lord
Tesorero notificó al Lord Mayor (Corregidor de Londres) que prohibiese los
cómicos del Lord Almirante y el Lord Strange, a lo menos por algún tiempo, a
causa de que un tal Mr. Tilney tenía fundados motivos de disgusto contra ellos.
En vista de esto, el Lord Mayor despidió entrambas compañías, con estrecha
orden de abstenerse de representar hasta nueva resolución. Los cómicos del
Almirante obedecieron; pero los del Lord Strange, como haciendo desprecio,
se fueron a Cross Keys, y allí representaron aquella tarde: el Mayor envió dos
de ellos a la cárcel, y prohibió toda representación de allí en adelante hasta que
el Lord Tesorero mandase otra cosa.» Esto sucedió en 1589. En otro pasaje de
su descripción de Londres, dice el citado autor, hablando del teatro:
«Antiguamente los artífices de talento y los criados de los caballeros formaban
muchas veces compañía, aprendían piezas, y en ellas manifestaban lo feo del
vicio, o representaban las nobles acciones de nuestros abuelos. Estas funciones
se hacían en los días de fiesta en las casas particulares, en las bodas y otros
regocijos; pero con el curso del tiempo se hizo de esto un oficio, y
representándose tales piezas por lo común en los domingos y días feriados,
resultó que los teatros se llenaban de concurso, y las iglesias quedaban
desiertas. Se emplearon a este fin grandes habitaciones, donde había cuartos
separados, asientos dispuestos, tablado y galerías. Allí las doncellas y los hijos
de honrados ciudadanos eran frecuentemente engañados, y contraían
clandestinos y desiguales matrimonios; allí se trataban públicamente materias
sediciosas, se oían discursos indecentes y vergonzosos, con otros excesos.
Esto dio motivo, en 1574, a un acto del Common Council (Tribunal de la
ciudad), por el cual se prohibía en todo el distrito de Londres la representación
de piezas en que hubiese expresiones, acciones o ejemplos de liviandad,
indecencia o sedición, bajo la pena de cinco libras de multa y catorce días de
cárcel; que no se presentase al público pieza ninguna sin ser primero leída y
aprobada por el Lord Mayor y la sala de los Aldermen (especie de regidores de
Londres), con otras muchas restricciones. También se advirtió que este acto no
se extendiese a las piezas que se daban en las casas particulares de los nobles y
caballeros, en ocasión de bodas u otros regocijos domésticos, y donde se
exigía dinero del auditorio. Estas órdenes no se observaron como era
menester: la deshonestidad de los dramas iba en aumento, y su representación
se juzgó perniciosa a la religión, al Estado, a la modestia y a las costumbres, y
también causa poderosa de infección en tiempo de peste, recelo que después
los hizo suprimir del todo.
«Al fin, habiéndose hecho recurso a la Reina y su Consejo, fueron de
nuevo tolerados, con las restricciones de que no se representaría pieza alguna
en domingo ni día de fiesta, sino después de acabadas vísperas; que el
espectáculo debía concluirse antes de entrar la noche, a fin de que los
asistentes en Londres pudiesen volver a sus casas antes del sol puesto o poco
después; que sólo quedaban autorizados para representar los cómicos de la
Reina, cuyo número y verdaderos nombres comunicaría oficialmente el Lord
Tesorero al Lord Mayor y a las justicias de Middlesex y Surrey; que estos
cómicos no podrían subdividirse para formar otras compañías, y que en caso
de infracción a cualquiera de estos artículos, cesaría su tolerancia. Pero aún no
fueron suficientes estas providencias para contenerlos en los debidos límites;
siguieron, como siempre, ofendiendo con sus representaciones a la virtud y el
honor de sujetos particulares; y de aquí resultaron tales disturbios, que fue
necesario prohibirlas otra vez.»
La autoridad que acabamos de citar, además de contener hechos notables,
manifiesta las costumbres del teatro en aquel tiempo, y su temprana
depravación. Pruébase también que no sólo en la citada época, sino mucho
antes, se satirizaba a personas conocidas en el teatro, por una carta manuscrita
de Juan Hallies al Lord Canciller, Burleigh, en que se queja a S.E. de haber
dicho expresiones afrentosas contra él y su familia, y en particular que su
bisabuelo, que había muerto setenta años antes, había sido tan excesivamente
avaro, que los cómicos ordinarios le representaban en el teatro con grande
aplauso de la Corte. Así es que apenas empezó a hablar la musa dramática,
cuando se hizo maldiciente, y los primeros signos que dio de razón, los
empleó en desenvolturas e insolencias.
Este abuso excitó igualmente el celo del público y la autoridad de los
magistrados: se escribieron muchos papeles por una y otra parte, y Esteban
Gosson publicó, en 1579, un libro intitulado La escuela del abuso, o graciosa
invectiva contra los poetas gaiteros, cómicos bufones y semejantes orugas de
la república, dedicado al Sr. Felipe Sidney.
No obstante, el teatro recuperó poco después su crédito, y llegó a mayor
elevación que nunca. En 1603, el primer año del reinado del Rey Jacobo, se
concedió licencia, bajo el sello secreto, a Shakespeare, Fletcher, Burbage,
Hemmings, Condell y otros para representar piezas, no sólo en su casa
acostumbrada de The Globe, en Bankside, sino en cualquiera otra parte del
Reino. Estos formaron en aquel tiempo sobresalientes cómicos, acerca de lo
cual podrá verse el suplemento a Shakespeare por Mr. Malone, donde este
escritor ha recogido cuantas noticias se han podido hallar.
Parece, pues, que entonces llegó el teatro a la época de su gloria y
reputación. Todos los años se publicaba un considerable número de piezas
nuevas; la pasión del público a esta diversión era tan general, que la nobleza
celebraba sus casamientos y cumpleaños con máscaras y dramas,
representados con gran magnificencia, y el grande arquitecto Íñigo Jones fue
empleado frecuentemente en ejecutar las decoraciones teatrales con toda la
riqueza de su invención. El Rey, la Reina, las damas y caballeros de la Corte
hacían papel en estas máscaras muy a menudo, y toda la demás nobleza y
gente principal en sus particulares habitaciones; en una palabra, no había
regocijo completo, si faltaban en él estos espectáculos. A esta afición debemos
(y acaso es lo único que nos ha quedado digno de aprecio en este género) la
inimitable máscara de Ludlow Castle.
Continuó esta general inclinación a los espectáculos teatrales durante todo
el reinado del Rey Jacobo y gran parte del de Carlos I, hasta que habiendo
adquirido grandes fuerzas el puritanismo, se declaró abiertamente contra ellos,
reputándolos por impíos y diabólicos. Ésta y otras muchas causas que
concurrieron, trastornaron del todo la Constitución; y entre las muchas
reformas que entonces hubo, una de ellas fue la absoluta supresión de los
teatros. En una ordenanza de los Lords y Comunes, expedida el año de 1647,
se declaró a los cómicos por pícaros y sujetos a las penas expresadas en los
estatutos del año treinta y nueve de la Reina Isabel y del séptimo del Rey
Jacobo I. Mandáronse demoler todos los teatros, prender y azotar
públicamente a todas las personas convencidas de representar comedias, en
contravención a la citada ordenanza; a las cuales, después de este castigo, se
les debía exigir juramento de no volver a representar jamás, con pena de
prisión y otras mayores en caso de rehusarse a ello o de reincidir. El dinero
recogido en los teatros sería confiscado en beneficio de los pobres, y todo el
que se hallase haber asistido a alguna representación pagaría cinco chelines de
multa.
Antes de la publicación de esta ordenanza se habían ya frecuentemente
interrumpido las diversiones teatrales por las hostilidades ocurridas entre el
Rey y su Parlamento. Muchos de los actores que se hallaban en edad
proporcionada para ello, sentaron plaza en el ejército del Rey, reconocidos a la
estimación que siempre había hecho de ellos aquel soberano antes del
rompimiento entre él y su pueblo. El suceso fue igualmente fatal a la
monarquía y al teatro: el Rey perdió la vida a manos de un verdugo, las casas
de comedias fueron demolidas, y los cómicos muertos en las guerras, o
perseguidos y desterrados a diferentes parajes, por el temor de que no
volviesen a reunirse, en contravención de lo que el Gobierno había dispuesto.
En el año de 1648 se aventuraron a representar algunas piezas en el Cock
pit; pero en una de sus representaciones los interrumpió una partida de
soldados, que dio con ellos en la cárcel. Duró algún tiempo este rigor, aunque
una u otra vez se toleró que se juntasen a representar privadamente algunas
piezas antiguas, a corta distancia de la ciudad, o en las casas de campo de los
nobles que los protegían. Durante el implacable rencor que el Gobierno mostró
a todo cuanto tuviese relación con las bellas letras, los cómicos vivieron en la
mayor infelicidad; y para socorrer en parte su indigencia, hicieron imprimir
muchas obras dramáticas de sus contemporáneos, que conservaban
manuscritas en su poder, y que acaso nunca hubieran visto la luz pública en
otras circunstancias.
No obstante, el fanatismo religioso no pudo vencer la inclinación pública;
y cuando más arriesgado parecía, Guillermo Davenant se atrevió, en 1656, a
dar espectáculos de declamación y música por el estilo de los antiguos de
Rutland-House, y dos años después se estableció en Cock-pit, en Drury Lane,
donde siguió representando hasta la restauración. Cuando ésta llegó a
verificarse, los cómicos que habían quedado se reunieron, y volvieron a
ejercitar libremente su profesión. Formáronse, con privilegio especial del Rey,
dos compañías: la primera dirigida por el citado Davenant, y la segunda por
Mr. Killigrew que se estableció en Red-Bull, en la calle de San Juan. La
primera se intituló compañía del Duque de York, y la segunda, compañía del
Rey, dando a los cómicos de una y otra la denominación de criados de S.M.
(De aquí en adelante, el autor que seguimos en esta relación se dilata en
demasía, hablando de las mudanzas locales de estos dos teatros de Londres,
del modo con que fueron administrados por los directores, y menudencias que
son poco interesantes para un extranjero. En consecuencia de esto,
trasladaremos únicamente aquellas noticias relativas al adelantamiento o
alteraciones del teatro inglés.)
La emulación excitada en una y otra compañía produjo buenos efectos. Los
directores procuraron a porfía asalariar los mejores actores de Inglaterra; y
según el testimonio de los escritores de aquel tiempo, el arte de la declamación
llegó a un estado de perfección admirable. En 1665 se manifestó la peste en
Londres, y el año siguiente ocurrió el incendio que redujo a cenizas una gran
parte de la ciudad. Los espectáculos se interrumpieron por espacio de diez y
ocho meses, y no volvieron a abrirse hasta la Pascua de Navidad de 1666. La
compañía del Duque de York, menos favorecida del público que su
competidora, procuró nuevos medios de diversión para atraerle; y hallándose
establecida en 1671 en su nuevo teatro de Dorset Gardens, añadió a sus
espectáculos ruido y aparato, mejoró las decoraciones, e introdujo música,
danza y canto en muchas de sus piezas; introdujo el uso de las óperas
dramáticas, adornadas con costosa decoración, y estos accidentes e
innovaciones la dieron una superioridad sobre la compañía del Rey, que no
hubiera podido esperar por el sólido mérito.
En el citado año de 1671 se abrasó el teatro de Drury Lane, que ocupaba la
compañía del Rey. Tratóse de reedificarle, y para ello se valieron del caballero
Cristóbal Wren. El plan que hizo, reuniendo la comodidad del auditorio y la de
los actores, era digno en todas sus partes de aquel célebre profesor, pero las
alteraciones que se hicieron en él al tiempo de ejecutarle, frustraron las ideas
del arquitecto y echaron a perder el edificio, el cual se abrió en 1674.
En esta ocasión se representó un prólogo y epílogo que había escrito
Dryden, en que se hablaba de la preferencia que daba el público a la compañía
del Duque, llevado sólo del aparato de las máquinas y adornos de sus piezas.
Después dieron en ridiculizarla por todos los medios posibles; y a este fin,
Tomás Duffet puso en trova la Tempestad, el Macbeth y Psyches, y en general
hacían lo mismo con todas las piezas que más concurridas eran del público en
el otro teatro; pero todos estos esfuerzos fueron inútiles: la compañía del
Duque, por medio de la declamación, la armonía, la pompa y aparato escénico,
triunfó de los sentidos, y fue constantemente preferida a su competidora.
Pero uno y otro teatro se acercaban a su ruina: el del Rey por falta de
concurso; el del Duque por los excesivos gastos que hacía para sostenerse.
Estas consideraciones determinaron a los directores de uno y otro a unirse y
formar una sola compañía que representase en Drury Lane, y así se hizo en
1682, y de allí en adelante se llamó Compañía del Rey, quedando la otra
suprimida.
El mal gobierno de los directores que sucedieron, y sobre todo su avaricia,
dio motivo a disgustos y discusiones entre los cómicos, tanto, que un cierto
número de ellos hizo recurso al Rey Guillermo, solicitando privilegio para
formarse en compañía separada; y así fue concedido. Edificaron, con el auxilio
de suscripciones cuantiosas, un nuevo teatro en Lincoln's-Inn-Fields, que se
abrió en 1695; pero los vecinos de la barriada suscitaron un pleito a la
compañía sobre la incomodidad que resultaba a los que vivían inmediatos al
teatro, por el concurso de los coches. No se sabe fijamente el éxito de este
extraño litigio; pero lo cierto es que de allí a muy poco tiempo la nueva
compañía se transfirió a Hay Market. Allí se mantuvo con buen suceso por
espacio de uno o dos años; pero después el público empezó a resfriarse, y
todos reconocieron la imposibilidad de sostenerse dos teatros en Londres.
El de Drury Lane padeció no pocas desgracias por la obstinación y mal
gobierno de su director, no menos que por la ignorancia de los cómicos. Éstos,
faltos de habilidad y de talento, estropeaban lastimosamente las mejores
piezas, y para suplir este defecto, llamaron en su auxilio volatines, bufones y
otras extravagancias, que redujeron al teatro al más ínfimo grado de desprecio.
A este tiempo apareció el célebre Jeremías Collier, varón docto y de gran
talento, el cual, lleno de las severas máximas del puritanismo, combatió con la
mayor vehemencia el teatro, en razón de sus profanidades y relajada moral.
Publicó su obra en 1697, a la cual respondieron Congrave, Vanbrugh, Dryden,
Dennis y otros con ingenio y gracia; pero sin destruir los argumentos con que
su enemigo los había combatido a ellos directamente, o al teatro en general.
No puede negarse que muchos de los más célebres autores de aquel tiempo
habían escrito de un modo que justificaba la censura de cualquiera que
profesase algún respeto a la honestidad y a la virtud.
Esta controversia produjo saludables efectos. Tratóse formalmente de
reformar los abusos del teatro; se castigó a algunos cómicos, que se atrevieron
a decir en él expresiones indecentes; los poetas empezaron a escribir con la
debida modestia, y a esta época puede fijarse la introducción de aquel gusto
delicado que ha dado tanto crédito al teatro inglés.
Tratóse después de edificar un nuevo teatro en Hay Market, construido en
términos que hiciese honor al arquitecto y a la nación, y produjese ganancias a
los interesados en él. Hízose el edificio bajo la dirección de Juan Vanbrugh,
empresario de aquella nueva compañía, que se asoció con Congrave; unión
que hizo concebir al público grandes esperanzas. Se abrió el teatro en 1705
con una ópera italiana, que tuvo mal éxito. Vanbrugh, en vista de esto, se
aplicó a escribir nuevas piezas para sostener su reputación; pero todo fue
insuficiente, si bien todos reconocieron que tenía más habilidad para
componer dramas que para construir edificios en que se representasen; y en
efecto, en el nuevo teatro, adornado con grandes columnas, cornisas doradas y
altas bóvedas, apenas de diez palabras se percibía una. Esto, y el estar situado
en un extremo de la ciudad, contribuyó mucho a la falta de asistencia, y
produjo, por consiguiente, cortas ganancias al propietario. Su dirección fue
pasando de unas manos a otras con varia fortuna, hasta que en el año de 1708
se determinó que el teatro de Hay Market se cedería para ejecutar en él óperas
italianas, y el de Drury Lane le ocuparía la compañía inglesa. Esto duró muy
poco, pues al inmediato, por desavenencias ocurridas entre los cómicos
ingleses, se mandó cerrar el teatro de Drury Lane, y que la compañía inglesa
alternase en el de Hay Market con la ópera italiana. Alteróse cuanto fue
posible su forma interior, a fin de evitar los inconvenientes que al principio de
su construcción se habían experimentado. Empezáronse a representar en él las
piezas nacionales, y el concurso fue tal, que excedió a las esperanzas que se
habían concebido. Pero como las óperas empezaron a declinar al mismo
tiempo, este accidente amenoró mucho la utilidad de los directores,
interesados igualmente en la prosperidad de uno y otro espectáculo.
Hacia el año de 1714 volvieron a dividirse estas compañías: la italiana
quedó en Hay Market, y la inglesa pasó al antiguo teatro de Drury Lane, y
poco después volvieron a trocar de teatros. Por este tiempo se permitió abrir de
nuevo el de Lincoln's-Inn-Fields, ya mencionado; y hallándose su director, Mr.
Rich, incapaz de competir con los otros dos, acudió al arbitrio que en la
anterior centuria había producido grandes utilidades, a pesar de la razón y del
buen gusto. Introdujo pantomimas en sus espectáculos; y aunque la compañía
de Drury Lane, al ver esto, se valió de los mismos medios para hacerle frente,
tuvo que ceder a la fecundidad de invención con que Mr. Rich variaba estos
estrafalarios entretenimientos, y a su conocida habilidad en la ejecución de los
papeles que él mismo desempeñaba. El mal gusto del público alentó sus
esfuerzos, y no obstante la ridiculez de tales piezas, recogió más dinero que
los otros, cuyo mérito era indiscutible, ya en la ejecución, o ya en la
composición de los dramas.
En 1720, Mr. Petter, carpintero, edificó por mera especulación un nuevo
teatro en Hay Market, sin duda para alquilarle cuando hubiese ocasión, como
en efecto empezó a verificarse en 1733.
En el de 1729 se levantó otro en Goodman's Fields, no sin grande
oposición de muchos comerciantes y otros ciudadanos respetables del barrio,
que miraron como perjudicial en su vecindad aquel establecimiento. Muchos
curas se hicieron de su parte, y predicaron con vehemencia contra él; pero el
propietario, Mr. Odell, siguió adelante, acabó el edificio, formó una compañía
de cómicos, y se empezó a representar en él. Dícese que por algún tiempo su
ganancia líquida no bajó de cien libras cada semana; pero habiendo
continuado las quejas contra él, se vio precisado a abandonar la empresa, no
sin mucha pérdida. Mister Giffard, en 1732, edificó allí mismo otro teatro
magnífico, y a pesar de las quejas y persecuciones que le suscitaron como a su
antecesor, se mantuvo en él por espacio de tres años.
En el de 1733 se concluyó el teatro de Covent Garden, que ocupó la
compañía de Mr. Rich, dejando el de Lincoln's-Inn-Fields, adonde se trasladó
la de Giffard en 1735.
Por este tiempo se verificó una extraordinaria revolución en el teatro.
Enrique Fielding, escritor de mucho talento y gracia, pintor excelente de las
costumbres, ya fuese para salir de la estrechez y mala fortuna en que se
hallaba, o ya para vengarse únicamente de los disgustos que le habían hecho
sufrir muchos sujetos de distinción, determinó divertir a la ciudad a costa de
las personas más conocidas de la república, y de mayor influencia y poder en
los negocios políticos. A este fin juntó una compañía que intituló Compañía de
cómicos del gran Mogol, y establecida en Hay Market, empezó con la comedia
del citado autor, Pasquin: ésta y algunas de las muchas que compuso tuvieron
grande aplauso. La amarga sátira que en ellas se contenía irritó sobremanera al
Ministerio; y aunque por falta de buena administración en Fielding, su
compañía iba decayendo, y el público llegó a cansarse de aquel nuevo género
dramático, con todo eso, el Ministerio trató de vengarse de él y reducirle al
estado de no poder en adelante ridiculizarle impunemente por medio del
teatro. En efecto, por un acto del Parlamento, expedido en 1737, se prohibió
representar pieza alguna sin que precediese expresa licencia del Lord
Chamberlan, y se quitó al Rey la facultad de dar privilegios para el
establecimiento de nuevos teatros, con graves penas a todo el que
contraviniese a estas disposiciones. El Lord Chesterfield declamó altamente
contra esta ley; el público se inquietó al ver amenazada por este medio la
libertad de la prensa; salieron papeles por todas partes, ridiculizando,
abominando, arguyendo los principios adoptados por el Parlamento; pero, a
pesar de todo, la ley pasó, y los ministros quedaron libres en adelante de verse
expuestos a la censura de los poetas dramáticos.
El año de 1741 fue venturoso para el teatro, habiéndose presentado en él al
público por la primera vez el admirable cómico Mr. Garrick, el cual en 1747,
después de varios reveses de fortuna que sufrió, entró a medias con Mr. Lacey
en la dirección del teatro de Drury Lane, donde permaneció representando con
alguna interrupción, necesaria al restablecimiento de la salud, hasta el de 1776,
en que se retiró. A él se debe el buen gusto, la propiedad y el decoro que
introdujo en la representación, prescindiendo de su sobresaliente mérito como
actor y como poeta. Murió en 1779.
En 1767 se reedificó el pequeño teatro de Hay Market, y obtuvo el título de
teatro Real. El de Covent Garden, después de la muerte de Mr. Rich, ocurrida
en 1761, padeció muchas mudanzas en su dirección hasta el presente; pero se
ha sostenido no obstante, y en él se empezaron a dar algunas piezas de música,
que agradaron al público, y que hoy día se repiten con general aceptación.
Para la formación de este extracto se han tenido presentes las siguientes
obras:
El prólogo y suplemento de Mr. Dodsley a su Collection of Old Plays.
Un catálogo de piezas dramáticas, impreso con la Tragicomedia de Goff
intitulada The Careless Shepherdess, en 1656.
A New Catalogue of English Plays Containing Comedies, etc. Londres,
1688, y otro después, añadido en 1691.
The Lives and Characters of the English Dramatick Poets, etc., por Mr.
Gildon.
Poetical Register or the Lives and Characters of All the English Poets, with
an Account of their Writings. 1723, por Giles Jacob.
A List of All the Dramatick Authors with some Account of their Lives and
of All the Dramatick Pieces ever Published in the English Language to the
Year 1747. Esta obra se publicó unida con el Scanderberg, pieza dramática de
Whincop.
The British Theatre: Containing the Lives of the English Dramatick Poets,
with an Account of All their Plays together with the Lives of most of the
Principal Actors as well as Poets. To which is Prefixed a Short View of the
Rise and Progress of the English Stage, 1752.
4
Extracto de la noticia que se da en el libro intitulado A new guide to the
city of Edimburgh (Año de 1792)
Acerca del teatro de Escocia
Las diversiones del género dramático empezaron a estilarse muy presto en
este país, siendo en sus principios representaciones de asuntos religiosos,
destinadas peculiarmente a adelantar los intereses de la religión: el clero las
componía, y se representaban los domingos. En el siglo diez y seis era tan
crecido el número de los teatros, que hubo quejas de ello como de un mal, no
sólo en Edimburgo, sino en todo el Reino. Éstos degeneraron presto de su
primera institución; y en vez de inspirar devoción, sólo se veían en ellos
bufonadas de todos géneros, y desvergüenzas. Después de la reforma, se quejó
el clero presbiteriano de estos espectáculos indecentes, y animado de un
violento espíritu de celo, anatematizó las representaciones teatrales,
cualesquiera que fuesen. El Rey Jacobo VI les obligó a desistir de sus
censuras; pero en tiempo de Carlos I, cuando el fanatismo llegó al más alto
punto imaginable, ¿cómo es posible suponer que las piezas de teatro fuesen
toleradas? Parece, no obstante, que estas diversiones se introdujeron otra vez
en Edimburgo hacia el año de 1684, cuando el Duque de York tuvo allí su
corte, atrayendo su residencia una mitad de la compañía de cómicos de
Londres, que representaron comedias por un poco de tiempo. Pero las
desgracias acaecidas al citado Duque, y el establecimiento de la religión
presbiteriana, cuyo genio es poco favorable a las diversiones de esta especie,
impidieron los progresos del teatro, y no hubo comedias hasta después del año
1715, etc.
Fue muy bien recibida una compañía de cómicos de Londres, y siguieron
viniendo anualmente a Edimburgo las de la legua; pero habiéndose hecho
odiosas otra vez al clero, prohibieron los magistrados, en el año 1727, toda
representación teatral en los límites de su distrito, si bien esta prohibición fue
suspendida por la sala de Justicia, y los cómicos continuaron representando
como antes. No obstante, eran muy escasas estas diversiones en la ciudad,
pues sólo la visitaban, con dos o tres años de intervalo, algunas compañías de
la legua, que representaban en Taylor's House (la casa de los sastres).
Por este tiempo salió un acto del Parlamento, que prohibía toda
representación de dramas, excepto en los teatros privilegiados por el Rey. Con
este motivo, los clérigos de Edimburgo levantaron inmediatamente la cabeza,
y a sus propias expensas, apoyados en el acto mencionado, fulminaron una
causa contra los comerciantes. Ésta se decidió en primera instancia contra los
comediantes, los cuales apelaron al Parlamento, solicitando un bill que
autorizase a S.M. a permitir un teatro en Edimburgo. Contra esta solicitud se
presentaron peticiones, en 1739, a la Cámara de los Comunes por los
magistrados y ayuntamiento de la ciudad, por el Rector y profesores de la
universidad y por la clerecía, en consecuencia de lo cual se detuvo el
expediente.
Pero todas estas oposiciones, y el espíritu de partido que las animaba,
llegaron a redundar en beneficio de los cómicos; y al fin se halló fácilmente el
medio de eludir el acto del Parlamento de que se ha hecho mención. Siguieron
pues las comedias, y la sala de Taylor's House fue tan frecuentada, que se halló
ser insuficiente para el concurso que asistía.
Construyóse después una casa de comedias en Canongate, año de 1746, la
cual llegó a ser demolida, porque la mala conducta de los directores y las
desavenencias entre los cómicos excitaron alborotos y tumultos.
Últimamente, cuando el Soberano concedió el terreno en que debía
edificarse la parte nueva de la ciudad, se añadió una cláusula al bill,
autorizándole a privilegiar un teatro en Edimburgo: concedió S.M. esta gracia,
y los clérigos callaron para siempre.
No obstante, el alto precio que, se exige a los directores por la patente, que
es no menos de quinientas guineas anuales, ha impedido hasta ahora el ver en
este teatro buenas decoraciones y buenos actores, como se hubiera logrado a
no haber esta causa, que ha hecho el éxito del teatro de Edimburgo menos
favorable de lo que se pudiera haber esperado. En esta última temporada se ha
arrendado por la suma de doce mil libras a los señores Jackson y Kemble.
5
Anfiteatro
Este edificio está cercano al teatro en el camino de Leith, y fue abierto en
1790 para juegos de equitación, diversiones de pantomima, danza y saltos. El
circo tiene setenta pies de diámetro, y puede contener mil y quinientos
espectadores. Las diversiones que en él se dan no son inferiores a las de
Londres. Los directores, procurándose excelentes profesores en todos estos
ramos, se han hecho dignos de toda la protección que reciben del público de
Edimburgo. Dicho anfiteatro sirve también de escuela de montar, donde se
enseñan a las señoras y caballeros los ejercicios de equitación.
FIN
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